COMENTARIOS A LAS LECTURAS DOMINICALES
P. Mario Ortega. Antes de entrar en la Cuaresma, rematamos el primer ciclo del Tiempo Ordinario con este pasaje, final del capítulo 7 de San Mateo. Hoy el Señor nos vuelve a mostrar la actitud del verdadero cristiano, que no es el que invoca el nombre del Señor, sin más, para luego estar lejos de cumplir la voluntad de Dios.
Se trata – veámoslo así – de volver a considerar el espíritu de las Bienaventuranzas. Así, el pobre de espíritu, es el que no tiene otra riqueza que el mismo Dios y trata, por tanto, de hacer la voluntad divina en cada momento y circunstancia de su vida. ¡Ojo!, porque la advertencia de Cristo es clara: podemos desde el principio estar “del lado de Cristo”, pero no haber llegado a ser verdaderos pobres de espíritu.
Podríamos, incluso, haber obrado en nombre de Dios – pensando con ello que eso ya nos justificaba – y no haber cumplido fiel y filialmente la voluntad del Padre. La sentencia de Cristo, Juez universal (así aparece en este y en muchos otros pasajes) será rotunda: “No os conozco. Alejaos, malvados”.
Si dice: “alejaos”, es que se trata de personas “no alejadas”. Precisamente el Señor nos declarará en otro pasaje que muchos “alejados” nos pueden preceder finalmente en el Reino de los Cielos... La salvación nunca está asegurada, de modo que uno pueda vivir “de las rentas”. Eso sería el dejar de temer (perder) a Dios. La vida cristiana hay que construirla cada día, sin bajar la guardia en la fe, en la esperanza y en el amor.
Para cumplir la voluntad de Dios (amor a Él y al prójimo) hay que tener fe, creer en Dios. La fe es la que ha de sostener el edificio del amor, de la caridad, hasta el final, hasta “poner el tejado” a la construcción. No hace falta decir que nos estamos refiriendo ahora al ejemplo que nos pone el Señor.
A nadie se le escapa la evidencia de la parábola de hoy, pero igualmente podemos reconocer que una y otra vez podemos caer en el error mostrado en ella. Si comenzamos a construir las columnas y paredes del edificio, por muy buenos materiales (obras, virtudes humanas) que utilicemos y muy buen diseño (intención) que tengamos, si no hay cimiento sólido, el fracaso de la construcción está asegurado.
El cimiento no es otro que la fe. Fe en Cristo Dios, que nos revela al Padre y nos envía su Espíritu, que sostiene a la Iglesia, a la comunidad de los creyentes. La fe no es un mero sentimiento, sino una firmeza, basada en el entendimiento que reconoce una autoridad, la de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. La fe en Quien dijo: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” será la roca que podrá sostener el edificio de la vida personal y comunitaria del cristiano y mantenerlo intacto ante las embestidas de tentaciones, amenazas, sufrimientos y desprecios venidos desde fuera o convulsionando incluso desde el interior de la propia casa.
La fe en Cristo es la fe de la Iglesia. La Iglesia es esa roca firme que permanece a lo largo de los siglos. El cristiano que permanece unido a la Iglesia, alimentará su fe gracias a los Sacramentos y la reforzará gracias al Magisterio o enseñanza que recibirá de ella, porque no es un huérfano que busca el sustento por su cuenta, sino un hijo alimentado y fortalecido por su madre. El cristiano ha recibido la fe de la Iglesia, pero si no se mantiene en esta fe, estará construyendo sobre arena.
Dios quiere hacernos las cosas sencillas, pero para ello, nosotros hemos de ser también sencillos, pobres de espíritu, como María. En esa pobreza y debilidad, está la fortaleza del cristiano (cf. II Cor 12, 1 – 10).
P. Mario Ortega.
Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
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