29 abr 2013

OPINIÓN. Autoestima y humildad


P. Roberto Visier. Tener clara una misión en la vida, saber hacia dónde se camina y hacerlo con confianza, sin temor, es algo necesario. Para poder hacerlo es preciso vencer la cobardía, la flojera, la apatía, la desgana. Al que no valora su propia vida, como don precioso de Dios, le solemos invitar a que mejore su autoestima.

La autoestima, como claramente revela el mismo nombre, es el aprecio que uno tiene hacia sí mismo. Más en concreto la confianza que se tiene en la propia capacidad para enfrentarse con los retos de la vida de cada día. Por eso se dice que el que camina triste y sombrío, desanimado, deprimido tiene la autoestima baja. Este tema está de moda, se desea tener alta la autoestima y se recurre a técnicas psicológicas basadas en fomentar los pensamientos positivos y la confianza en las propias cualidades.

Es indudable que una persona que vive en un estado de depresión está incapacitada para vivir ordenadamente. La tristeza aplasta a la persona, la despoja incluso de sus fuerzas físicas, pudiendo degenerar en enfermedades graves. La depresión ha sido una de las grandes “epidemias” del siglo XX y en el presente la coyuntura no parece haber cambiado mucho. Al mismo tiempo no deja de ser cierto que el que conoce sus talentos puede tener el camino del “éxito en la vida” más accesible.

Sin embargo una persona orgullosa, engreída, que presume de sus capacidades resulta desagradable, incluso repugnante. Se aborrece al que es arrogante porque tiene la tendencia de despreciar a los demás, puesto que se estima por encima de casi todos. Quizás también porque al ponerse en el centro quita a los demás la oportunidad de ponerse ellos en ese centro. Es la secular lucha por estar entre los más importantes, entre los triunfadores. Pero donde hay un triunfador hay un derrotado. Es experiencia diaria que el que quiere subir se esfuerza por aplastar a todo contrincante que le impida su ascenso. Se revela así un egoísmo patente que se hace desagradable, casi insoportable.

Por otro lado es agradable a todos el que se comporta modestamente y esconde sus méritos sin darles importancia. También puede ser que, de un modo paralelo a la afirmación anterior, se le aprecie porque no parece ser un obstáculo para las propias pretensiones de estar en el centro, pero también por ser más abierto a los demás, más agradable y amable, más sincero. La humildad y sencillez es apreciada, especialmente en el que destaca públicamente por su inteligencia o especiales cualidades (el científico, el deportista, el artista, etc.).

Esto nos conduce al descubrimiento de que un exceso de autoestima es un malsano orgullo y un exceso de falsa humildad es depresión o pusilanimidad, que se caracteriza por la cobardía a la hora de enfrentar las propias obligaciones con la excusa de “no sé hacerlo” o “todo lo hago mal”. Se trata de buscar el equilibrio entre LA SOBERBIA Y LA DEPRESIÓN que solemos llamar ahora “autoestima baja”.

La Biblia nos ofrece al respecto una clara enseñanza sobre la soberbia y la humildad. La primera sería la fuente de todo mal y de toda rebelión contra Dios, ya que la Sagrada Escritura siempre interpreta el mal en un sentido religioso como ofensa a Dios, como “pecado”. La segunda sería el presupuesto necesario para ser bendecido por Dios.

Adán y Eva cayeron en la tentación de querer ser “como dioses” siendo criaturas humanas (Gn. 3,15). Esto es revelador. El desorden consiste en querer ser algo que está por encima de sus capacidades. De hecho la soberbia se caracteriza por el deseo de ser o parecer más de lo que realmente se es. El árbol del conocimiento del bien y del mal del que los primeros padres tomaron la fruta prohibida simboliza el deseo de estar por encima del bien y del mal, de decidir autónomamente lo que es el bien o el mal (Gn. 2,17), es decir, convertir el propio criterio en la fuente de la moralidad de los actos.

Job es fuertemente reprendido por Dios por considerarse limpio de toda culpa y echar en cara a Dios la injusticia de “castigar” con la enfermedad y la pobreza al inocente. La paz vuelve a su corazón cuando reconoce su pequeñez e ignorancia delante de Dios. Inmediatamente, Dios bendice de nuevo materialmente a Job. Su acto de humildad le ha hecho salir eximido de la prueba a la que había sido sometido (Jb. 38; 40, 1-4).

Repetidamente la Biblia nos enseña que Dios se revela a los humildes y desprecia a los soberbios de corazón (Lc. 1,52). Que el que se ensalza será humillado y el que se humilla será enaltecido (Lc. 14,11), es más, llega a llamar bienaventurados a los que lloran y a los mansos (Mt. 5,4-5). Jesús invita a ocupar los últimos puestos en los banquetes y a servir a los demás lavándoles los pies, si fuera preciso. Reprende severamente a los que pretenden honores y a los que se creen muy buenos y justos (Mt. 23, 11-12; St. 4,6-10; Fil. 2,3; 1 Pe. 5,5). También la Santa Escritura elogia a los valientes que saben enfrentar con un corazón fuerte las dificultades y de un modo heroico salen victoriosos en los grandes combates. La reina Esther se llena de valor y se presenta delante del rey Asuero arriesgando su vida por salvar a su pueblo. Se cantan las grandes hazañas protagonizadas por José, uno de los doce hijos de Jacob, la liberación de Egipto protagonizada por Moisés, las grandes victorias de Josué o del rey David, la sabiduría de su hijo Salomón, el arrojo de los Macabeos que defienden su fe y sus costumbres al precio de su sangre.

¿Dónde está el equilibrio?¿Debemos escondernos en la oscuridad de nuestra pequeñez para pasar desapercibidos, huyendo el aplauso de las gentes? ¿O debemos por el contrario aspirar a lo más difícil, fijándonos elevadas metas, aspirando a la cumbre del éxito? Resulta paradójico tener que responder que las dos cosas son compatibles, haciendo las matizaciones necesarias.

P. Roberto Visier.

Publicado en Religión en Libertad.
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