15 mar 2012

SEMBLANZAS. Combate y corona I


P. Jorge Teulón. Primera parte del último capítulo de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.

"Pablo y Jacobo permanecieron en la cárcel durante varias semanas en compañía de algunos centenares de cristianos de la ciudad y de sus contornos. Era aquella prisión un duro tormento, pues su ambiente estaba apestado y apenas se cabía en ella. Además, el tchack-ko o cepo coreano no permitía a los pobres presos estar de pie ni acostarse. Consiste este instrumento de martirio en dos trozos de madera de dos metros de largo y quince centímetros de ancho, unidos entre sí por una bisagra. En el extremo inferior de uno de ellos hay huecos donde entran los tobillos, y el otro trozo de madera se dobla sobre las espaldas, hasta que ambos se unen sujetándose con un candado. De esta suerte el cuerpo está una posición muy violenta, y no tardan en formarse llagas en los tobillos, los cuales pronto supuran y por la suciedad del lugar se convierten en peligrosas heridas".

En medio de aquellos dolores, se consolaban ambos hermanos con la compañía de tantos cristianos que con ellos sufrían, con paciencia casi sin excepción, los tormentos de la cárcel. Se ayudaban mutuamente cuanto podían y se animaban los unos a los otros, recordando la pasión de Cristo; oraban en comunidad y no raras veces entonaban cánticos a Nuestro Señor o a Nuestra Señora, de suerte que en los muros de la cárcel, que solían repetir tan sólo el eco de maldiciones y lamentos, resonaban ahora dulces melodías. Los rudos carceleros se admiraban, y repetían que en su vida habían visto presos como aquéllos, por lo cual los trataban con más suavidad y les daban con frecuencia agua fresca o les renovaban la paja del suelo y les quitaban el cruel tchak-ko.

Una tarde fue conducido a aquella misma cárcel un nuevo preso. Los carceleros le preguntaron si pertenecía a la religión de Occidente, y como él contestara con maldiciones diciendo que no, le pusieron el cepo y lo echaron en el suelo junto a los dos hermanos.

-¿También vosotros estáis aquí?, -dijo balbuciendo y dando a conocer claramente que estaba embriagado, cuando los hubo reconocido, gracias al resplandor de una tea-. ¿También habéis hurtado, y habéis de probar la sierra de crin? Por el diablo, que yo lo soportaría de buena gana, si hubiera podido verla empleada en el aborrecido maestro de escuela.

-¡Justo cielo, si es el hijo de La-men! -exclamó Jacobo.
-Claro que es el hijo de La-men, necio, pues el padre hace ya tiempo que corre por los bosques, convertido en oso o en tigre, si es que no está ardiendo en el fuego del infierno. Una vez que la sed le hizo beber un trago de saki de más, le pareció que llevaba sobre los hombros al maestro King que le ahogaba. Daba horror oírle gritar en las ansias de la muerte, diciendo: “Déjame, King, que te perdoné el castigo de la sierra y del cuchillo de madera”. Pero el alma de King no le dejó hasta que estuvo muerto y frío. Mas ¿por qué me miráis así? ¿No me podéis dar saki? ¡Traedme saki!

Aterrados estaban los presos viendo no sólo el espantoso castigo del cruel juez, sino la manera como lo refería su propio hijo.

-¿No hay saki en este maldito agujero?, -añadió el borracho después de algunos momentos de pausa-. Dadme al menos un cántaro de agua: mañana os pagará el verdugo, pues, según he oído, mañana llegará vuestro turno. Si yo pudiera ver cómo os pellizcan, tendría un rato de placer. Y con tal de poder hacer lo mismo con el avaro Lao-lu, iría gustoso desde aquí en su compañía. ¿No sabéis cómo ha engañado a mi padre con el hilo de perlas engarzadas en oro? Había sido hecho a imitación del amuleto que trajisteis de Pekín, con el fin de acusar como a ladrones ante el rey, al gran mandarín que entonces gobernaba y a vuestro tío. Cuando todo estaba dispuesto, murió el gran mandarín; entonces el bribón del bonzo colgó la cadenita, que le había costado a mi padre muy buen dinero, ante la imagen de Buda, diciendo que, estando él durmiendo, el mismo Buda había mandado colgarla, y de este modo engañó a mi padre. Pero anteayer me devoraba la sed, y no teniendo dinero, corrí a la pagoda y en las barbas de los bonzos tomé la alhaja de mi padre. Cuando la miré detenidamente, vi que el ladrón del bonzo había puesto allí otra cadena semejante, y que se había guardado el oro y las perlas; pero a mí me prendieron y me trajeron aquí, acusándome de haber robado en el templo. Si los espíritus infernales me ayudaran, le estrangularía.

Todavía siguió maldiciendo y blasfemando largo tiempo hasta que, rendido por el cansancio se durmió. Los presos pudieron gozar algunas horas de tranquilidad para prepararse con la oración al próximo combate.

Continuará...

P. Jorge López Teulón.

Publicado en Religión en Libertad.
          __________

No hay comentarios:

Publicar un comentario