P. Mario Ortega.Con la parábola del Evangelio de hoy se entiende mejor aquello que recordábamos con San Pablo el domingo pasado: “A nadie le debáis nada más que amor”. Jesús nos ilustra con la historia de un hombre a quien su amo le perdonó una gran deuda. El deudor apeló a la compasión de su señor, señal de que conocía la bondad y misericordia del mismo. Y obtuvo el perdón. El siervo se fue libre de su deuda. ¿Libre? ¿No adquirió con esta amnistía otra deuda? Todo aquél al que se le perdona algo, experimenta en sí la compasión y el amor. Mayor experiencia de amor y compasión cuanto mayor es la deuda perdonada.
El siervo de la parábola, imagen de cada uno de nosotros, que somos perdonados por Dios, adquirió una deuda de gratitud de la que muy pronto se olvidó. Nada más salir y encontrarse con un amigo. He aquí la irrompible conexión entre la fe y la vida diaria, entre nuestra relación con Dios y nuestra relación con los demás. Si olvidamos a Dios y olvidamos nuestra condición de pecadores redimidos, nos alejaremos cada vez más de una relación de amistad sincera en el encuentro con el prójimo, que incluye una capacidad de amar y perdonar sin límites (hasta setenta veces siete, o sea, siempre).
El cristiano es el que se sabe perdonado por Dios y, por tanto, con la deuda de perdonar a los demás. La fe nos ayuda a fundar una sociedad basada no sólo en el respeto, sino en algo más profundo y duradero que es el amor y el deseo de perdonar.
El amor es exigente y el exponente más claro de esta exigencia es precisamente el perdón, que algunas veces resulta heroico (pensemos, por ejemplo, en quien se encuentra ante la situación de tener que perdonar al asesino de su hijo). El vivo recuerdo de un Dios que ha muerto en la cruz para perdonar mis deudas, me impulsará a perdonar a todos mis deudores. Por eso el Reino de Dios es la construcción de una sociedad basada en el amor, la verdad, la misericordia y el perdón. Lo cual no quita que se exija la justicia debida. Precisamente porque la verdadera justicia – y no la venganza – es la que brota de un corazón sereno porque está inclinado al perdón y alejado del rencor.
Si el siervo perdonado de la parábola hubiese tenido el mismo gesto de perdón hacia su prójimo que le debía mucho menos que lo que le habían perdonado a él, hubiese completado esa “aventura del perdón” que tiene su primera parte en nuestra relación con Dios y la segunda y final en el trato con el prójimo. Pero no perdonó. Y su actitud le llevó a una situación que clamaba justicia por parte de quien le había perdonado previamente. Nosotros mismos le recordamos a Dios nuestro compromiso de completar la "aventura del perdón": perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Bien se ve en la primera lectura de hoy cómo el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo. El libro del Eclesiástico nos explica perfectamente la parábola evangélica: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”.
Vivamos para el Señor, como dice San Pablo, Recordemos el amor misericordioso de Dios y esto nos llevará a ser misericordiosos nosotros con los demás. Con María.
El cristiano es el que se sabe perdonado por Dios y, por tanto, con la deuda de perdonar a los demás. La fe nos ayuda a fundar una sociedad basada no sólo en el respeto, sino en algo más profundo y duradero que es el amor y el deseo de perdonar.
El amor es exigente y el exponente más claro de esta exigencia es precisamente el perdón, que algunas veces resulta heroico (pensemos, por ejemplo, en quien se encuentra ante la situación de tener que perdonar al asesino de su hijo). El vivo recuerdo de un Dios que ha muerto en la cruz para perdonar mis deudas, me impulsará a perdonar a todos mis deudores. Por eso el Reino de Dios es la construcción de una sociedad basada en el amor, la verdad, la misericordia y el perdón. Lo cual no quita que se exija la justicia debida. Precisamente porque la verdadera justicia – y no la venganza – es la que brota de un corazón sereno porque está inclinado al perdón y alejado del rencor.
Si el siervo perdonado de la parábola hubiese tenido el mismo gesto de perdón hacia su prójimo que le debía mucho menos que lo que le habían perdonado a él, hubiese completado esa “aventura del perdón” que tiene su primera parte en nuestra relación con Dios y la segunda y final en el trato con el prójimo. Pero no perdonó. Y su actitud le llevó a una situación que clamaba justicia por parte de quien le había perdonado previamente. Nosotros mismos le recordamos a Dios nuestro compromiso de completar la "aventura del perdón": perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Bien se ve en la primera lectura de hoy cómo el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo. El libro del Eclesiástico nos explica perfectamente la parábola evangélica: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”.
Vivamos para el Señor, como dice San Pablo, Recordemos el amor misericordioso de Dios y esto nos llevará a ser misericordiosos nosotros con los demás. Con María.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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