25 abr 2011

La cuestión de Dios


OPINIÓN
P. Roberto Visier. Es difícil encontrar actualmente un ateísmo beligerante como aquel que, a finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, en nombre de la razón y de la ciencia, creía en la posibilidad real e incluso en la necesidad de prescindir de Dios, de negar su existencia. Todo lo podía explicar la ciencia, y ya no hacía falta recurrir al Creador para explicar la naturaleza. Al mismo tiempo, ideologías políticas de gran aceptación popular prometían el paraíso en la tierra, haciendo inútil, o al menos pretendiéndolo, la esperanza religiosa en un paraíso en el más allá. La ciencia actual se muestra más cauta y modesta a la hora de asegurar una respuesta clara sobre asuntos tan peliagudos como el origen de la vida, de la inteligencia, o la misma estructura de la materia. En cuanto a las ideologías totalitarias que aseguraban una solución definitiva a los problemas económicos y políticos, sólo sembraron odio, muerte, destrucción y miseria.

Sin embargo, con unos matices diversos pero con una beligerancia creciente, el ateísmo del siglo pasado está siendo sustituido por lo que podríamos llamar “fundamentalismo laicista”, que viene a canonizar un agnosticismo religioso de base, muy acorde con el relativismo moral reinante desde hace décadas. La formulación “dogmática” sería más o menos así: “No sabemos si Dios existe, ni nos interesa el asunto. El que quiera creer que crea, pero para respetar a los que no creen que se abstenga de cualquier manifestación religiosa pública”. Este dogma contra el que no se puede decir nada sin ser calificado de fanático religioso antidemocrático, en realidad es profundamente anti pluralista y atenta contra el derecho de todo ser humano a profesar su fe, es decir, contra la libertad religiosa y de conciencia.

No deja de ser cierto que, en la medida en que las agresiones contra la fe se hacen más frecuentes en algunos países de Occidente (sobre todo en Europa pero también en algunos ambientes latinoamericanos), y los conflictos religiosos adquieren proporciones alarmantes en Oriente, lo que realmente se está poniendo sobre la mesa es un tema fundamental y profundamente humano: la cuestión de Dios. Quiero decir que en el trasfondo de todo, tanto en Occidente como en Oriente, está el hecho incontrovertible de la grandísima importancia que tiene el tema de “Dios” en la sociedad humana. Esto ha sido así siempre, es un dato histórico innegable, y lo seguirá siendo. Es algo que no deja indiferente a nadie: a muchos simplemente les conmueve profundamente, a otros les duele o les molesta, a algunos les indigna, pero a todos “les importa”. Y cuánto más gritan que no es así, cuanto más se esfuerzan por borrar el nombre de Dios, dejan traslucir de un modo más evidente todavía que el tema les interesa muchísimo, que para ellos es muy importante.

El Papa es muy consciente de ello y por eso no pierde ocasión para recordarnos a todos, a los católicos y a los no católicos, que es preciso sentarse a hablar, a dialogar precisamente sobre Dios. Todos, creyentes y no creyentes, cristianos, musulmanes, judíos y creyentes de otras confesiones. En el mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud que tendrá lugar próximamente en Madrid, Benedicto XVI invita explícitamente a los jóvenes no creyentes a asistir al encuentro. ¿Qué pinta un joven que no cree en una inmensa asamblea de jóvenes católicos con el Papa, jefe supremo de la Iglesia? Pues nada, simplemente escuchar hablar de Dios, enfrentarse con la idea de Dios, comprender lo que significa creer, compartir esa experiencia con jóvenes que sí creen, otros que dudan, otros que buscan...

Lo que el Papa está gritando es: la solución no es esconder a Dios en los templos, prohibir toda manifestación de fe externa, perseguir o marginar a los que hablan de Dios o de su fe con palabras o símbolos religiosos. La solución no es el laicismo, como tampoco lo es el fundamentalismo religioso. La solución es dejar que Dios y la religión se hagan presentes, como siempre lo han estado, en la sociedad humana, sin obligar a nadie a creer o profesar un determinado credo, sin hacer guerra por intransigencia religiosa, pero dejando que cada uno profese públicamente su fe, la comparta con los demás y tenga incluso la libertad de cambiar de denominación, de iglesia, de credo según los dictados de su conciencia personal.

En definitiva, lo que necesitamos entender es que Dios no estorba en la sociedad; al contrario hace mucha falta, es un gran vacío de la cultura actual que es preciso llenar cuanto antes.

P. Roberto Visier.

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