OPINIÓN
P. Roberto Visier. No podemos ser ilusos, hoy es muy difícil hablar de Dios, sobre todo en la Europa secularizada. El vacío de conceptos y sobre todo de convicciones religiosas es tanto más alarmante cuanto son precisamente las generaciones jóvenes, que construirán la sociedad del futuro, las que experimentan una dificultad mayor a la hora de aceptar la presencia de Dios en sus vidas. Se percibe con frecuencia una especie de “alergia” a todo lo que haga referencia a la religión, a la fe, a la oración, a Dios. Benedicto XVI en su viaje apostólico a Fátima en Mayo de 2010 afirmaba que “en nuestros tiempos, cuando en amplias regiones del mundo la fe amenaza con apagarse como la llama que no se alimenta, la prioridad por encima de todo es hacer a Dios presente en el mundo y abrir a los hombres caminos de acceso a Dios”.
Para algunos, sobre todo los que miran desde lejos la realidad eclesial, el cristianismo está viviendo su agonía final que conducirá irremediablemente a su desaparición total. Con esta afirmación manifiestan simplemente su vivo deseo de que esto ocurra. A pesar de la innegable crisis y de los grandes problemas que puedan existir, nada más lejos de la realidad. 'La Iglesia vive, se renueva y crece', rezaba un lema acuñado por el actual cardenal de Caracas Monseñor Jorge Urosa. Esto es así, no sólo en algunos países pobres y atribulados por graves conflictos, que se agarran a la fe como a la única esperanza en medio de sus grandísimas fatigas. Países emergentes como la India o Brasil mantienen altos índices de práctica religiosa y en ambos la fe católica crece y se fortalece. Del mismo modo en algunos países del África. En los Estados Unidos son muchísimos los que asisten a la iglesia los domingos, sea a los templos católicos como de otras confesiones cristianas. Tampoco se pueden olvidar los millones de practicantes musulmanes que viven su fe de modo pacífico y sereno, y que perciben el fundamentalismo como enemigo del verdadero islamismo.
Se puede decir, sin ningún temor a equivocarse, que en el mundo de hoy, como lo ha sido siempre, los creyentes son la mayoría, pertenecientes a todas las razas, clases sociales y niveles culturales. Por desgracia el liderazgo mundial que controla la vida política y económica y como consecuencia los grandes medios de comunicación, es más afín al pensamiento laicista. Sin embargo no pueden silenciar el nombre de “Dios”.
¿Por qué es tan difícil desatar al ser humano de sus convicciones religiosas? Simplemente porque todo hombre es religioso por naturaleza, tiene sed de Dios sea o no consciente de ello. Quizás por ello cuando decide vivir al margen de Dios tiene que adoptar posturas radicales y beligerantes. Tiene que autoconvencerse de que no creer es mejor. Igual que un creyente que se esfuerza por mantenerse fiel a su fe, puede sentir tentaciones y dudas porque no tiene una evidencia matemática de su fe; del mismo modo el no creyente está tentado a creer. No puede tampoco demostrar que Dios no existe, siempre cabe la posibilidad de que exista, de que sea verdad, de que él esté ahí mirándonos y esperándonos en la vida eterna. Siempre existirán preguntas sin respuesta, misterios incomprensibles, pero es también cierto que la fe ilumina tantos aspectos de la vida que para el no creyente serán siempre cuestiones irresolutas y punzantes. Por ejemplo, ¿qué respuesta se puede dar sin fe al problema de la muerte? Sin esperanza religiosa será siempre un abismo terrible y tenebroso, un final sin retorno. Porque todos deseamos vivir, vencer a la muerte y encontrar un sentido de la historia y del mundo, y sobre todo de nuestra existencia personal.
“Nos hiciste Señor para ti y está inquieto nuestro corazón hasta que descansa en ti”. Podemos considerar esta conocida sentencia de San Agustín, una genial definición de la sed de Dios enraizada en todo corazón humano. Es a la vez el mejor estímulo para empeñarnos con decisión en el anuncio explicito de la fe. Hablar de Dios con sinceridad y sencillez, sin miedo, conscientes de que estamos dando de beber a un sediento, convencidos de que no hay obra de caridad más grande que la compartir la propia fe con aquellos que carecen de tan singular tesoro.
Se puede decir, sin ningún temor a equivocarse, que en el mundo de hoy, como lo ha sido siempre, los creyentes son la mayoría, pertenecientes a todas las razas, clases sociales y niveles culturales. Por desgracia el liderazgo mundial que controla la vida política y económica y como consecuencia los grandes medios de comunicación, es más afín al pensamiento laicista. Sin embargo no pueden silenciar el nombre de “Dios”.
¿Por qué es tan difícil desatar al ser humano de sus convicciones religiosas? Simplemente porque todo hombre es religioso por naturaleza, tiene sed de Dios sea o no consciente de ello. Quizás por ello cuando decide vivir al margen de Dios tiene que adoptar posturas radicales y beligerantes. Tiene que autoconvencerse de que no creer es mejor. Igual que un creyente que se esfuerza por mantenerse fiel a su fe, puede sentir tentaciones y dudas porque no tiene una evidencia matemática de su fe; del mismo modo el no creyente está tentado a creer. No puede tampoco demostrar que Dios no existe, siempre cabe la posibilidad de que exista, de que sea verdad, de que él esté ahí mirándonos y esperándonos en la vida eterna. Siempre existirán preguntas sin respuesta, misterios incomprensibles, pero es también cierto que la fe ilumina tantos aspectos de la vida que para el no creyente serán siempre cuestiones irresolutas y punzantes. Por ejemplo, ¿qué respuesta se puede dar sin fe al problema de la muerte? Sin esperanza religiosa será siempre un abismo terrible y tenebroso, un final sin retorno. Porque todos deseamos vivir, vencer a la muerte y encontrar un sentido de la historia y del mundo, y sobre todo de nuestra existencia personal.
“Nos hiciste Señor para ti y está inquieto nuestro corazón hasta que descansa en ti”. Podemos considerar esta conocida sentencia de San Agustín, una genial definición de la sed de Dios enraizada en todo corazón humano. Es a la vez el mejor estímulo para empeñarnos con decisión en el anuncio explicito de la fe. Hablar de Dios con sinceridad y sencillez, sin miedo, conscientes de que estamos dando de beber a un sediento, convencidos de que no hay obra de caridad más grande que la compartir la propia fe con aquellos que carecen de tan singular tesoro.
P. Roberto Visier.
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