P. Jorge Teulón. José Ramón de Villa y Elízaga. Dentro de unos días se cumple el primer aniversario del fallecimiento de don José Ramón de Villa (1927-2012). Tenía 85 años y una vida llena. Hace casi diez años que entré en contacto con él y con su hermano Jaime, con motivo del proceso de beatificación de unos de los casi cien seglares cuya causa promueve la Archidiócesis de Toledo, sobre los casos de martirio. Justo el día de los atentados del 11 de marzo de 2004 acudían a Toledo para que se les tomara declaración en los Tribunales abiertos hacía año y medio. Hubo que posponerlo, puesto que Madrid aquel día se convirtió en un caos para trasladarse por carretera. En 2007 grabamos un breve reportaje para el Canal Diocesano de Toledo.
Don José Ramón, abogado de profesión, pertenecía al llamado Cuerpo Técnico de la Administración Civil del Estado; era de la primera promoción: del año 1953, del Ministerio de Obras Públicas. Fue Vicesecretario general técnico del Ministerio de Obras Públicas (de 1965 a 1968); Subdirector general de Estudios y de Coordinación en el Ministerio de Educación y Ciencia (de 1968 a 1970). Como Director general de Programación e Inversiones (de 1970 a 1972) facilitó la incorporación de funcionarios con experiencia en gestión administrativa para las nuevas áreas funcionales.
En 1977 se presentó al Congreso por la UCD en el puesto nº 18. Uno de los colegios de Mora de Toledo que empezó como Centro Piloto de Educación General Básica (E.G.B.), lleva su nombre: Colegio Público José Ramón Villa. Condecorado con la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X (1970), Orden del Mérito Civil, era Caballero Noble de la Orden de la Merced, y Caballero Armado del Corpus Christi.
Siervo de Dios Emilio de Villa Inguanzo
Emilio nació en Santander el 17 de julio de 1892. Sus padres le enviaron, junto con sus hermanos Ramón y Julio, al internado de los Padres Jesuitas en el Colegio de San José de Valladolid. Con los años llegará a formar parte de la Junta Directiva de la Congregación Mariana del Colegio, donde también fue distinguido con la dignidad y cargo de cuestor de pobres, encargado de ayudar a los marginados y distribuir los fondos que se asignaban a tal fin.
En este Colegio estudió y terminó el Bachillerato y luego, al trasladarse su familia a Madrid, se matriculó en la Universidad Central, donde se licenció en Derecho. Empezó a preparar las oposiciones a notarías y, después de cumplir el servicio militar en el Regimiento número 13 de Madrid, fue nombrado mediante oposición Notario de Leiro (Colegio Notarial de la Coruña), siendo destinado posteriormente, mediante concurso, a Cogolludo (Colegio Notarial de Madrid) y, por último, en el año 1927, fue nombrado Notario de Mora de Toledo.
En Mora instaló su vivienda y Notaría en la calle Ancha, en una amplia casa alquilada de dos plantas, jardín, corrales y lagar, típica del pueblo.
La educación familiar recibida juntamente con la impartida por el Colegio de San José fue la base de su actuación familiar y profesional en los años de vida.
Había contraído matrimonio en 1925 con Doña María Luisa Elízaga Ojeda, del cual nacieron seis hijos, el mayor de ellos nacido en 1927 y el último, en 1934.
Se hizo muy amigo del Beato Agrícola Rodríguez y García de los Huertos, ecónomo y cura párroco de Mora (martirizado el mismo día 21 de julio de 1936 y que fue beatificado en octubre de 2007) y de don Joaquín González de la Llana, coadjutor de la parroquia. Iban a dar conferencias en los pueblos de la provincia sobre la Doctrina Social de la Iglesia, especialmente la contenida en la Rerum Novarum, de León XIII.
Preocupado por los problemas existentes entre jornaleros y terratenientes, luchó por conseguir la resolución de los mismos y para ello constituyó una especie de Comisión de arbitraje que, en los locales de la parroquia, trataba de resolver dichas diferencias. Trabajó sin descanso con los jóvenes de Acción Católica y hasta creó un equipo de fútbol, del cual fue su entrenador.
Aun cuando no pertenecía a ningún partido político se le notaba cada vez más preocupado por las noticias que le llegaban. Hablaba a sus hijos de las injustas diferencias entre las clases sociales, de la propiedad privada, de que deberían ser más rectos, de que todos los hombres son iguales y de cómo debían preocuparse por los demás.
Su esposa comentaba que una tarde, en su despacho en la Notaría, estuvieron reunidos el cura párroco y ocho de los amigos del Siervo de Dios. Luego se fueron todos menos uno, que allí se quedó llorando. Don Agrícola les había confesado a todos y se fueron yendo, de dos en dos, a intentar impedir la quema de las iglesias del pueblo. Su esposa estaba muy orgullosa.
Don Emilio tuvo que ir él solo a defender el Convento y Colegio de las Teresianas de Ossó (bajo estas líneas). Estando en la calle, oyó unos pasos por detrás y, al volverse, vio a Isabelo Villarrubia, botones de la Notaría, un chaval de 15 años. Le mandó para su casa, pero el muchacho contestó:
“-Don Emilio, su cadáver ahí y el mío, aquí”.
Tanto D. Emilio como su esposa ponían siempre como ejemplo a Isabelo ante sus hijos. Los diferentes edificios religiosos no se quemaron.
A los pocos días, un numeroso grupo de gente cantando la Internacional, iba detrás de un ataúd blanco y con una niña dentro, muerta, vestida de blanco y con el puño derecho levantado. Al pasar delante de casa, colocaron el ataúd de forma que se viese la cara de la niña. Sus hijos siempre quedaron impresionados por el recuerdo de esta escena. Don Emilio hizo a sus hijos rezar por la niña. Era la hija del jefe del partido comunista.
Su hermano Julio llamó a don Emilio desde Madrid para indicarle que cogiese a su familia y se fueran a Portugal, pero él dijo que no podía abandonar el Protocolo de la Notaría, y se quedaron.
El 21 de julio se levantó muy temprano y despertó a toda su familia, mandando llevar a los niños al lagar con la niñera y con la orden de no salir de allí. Su hijo mayor (nuestro querido José Ramón, q.e.p.d.) no hizo caso y, en cuanto pudo, se fue a una galería acristalada que daba al jardín y allí, escondido detrás de un sillón, veía a su padre paseando, con la cara muy seria y rezando el rosario. Su madre estaba en el piso de arriba. Cuando terminó de rezar el rosario, sacó del bolsillo el librito de oraciones dedicado a la Virgen y se puso a leerlo, caminando circunspecto y despacio.
Sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa. Esta era grande y de madera maciza. La golpeaban con objetos duros. Se escuchaban gritos y amenazas. Don Emilio se persignó y fue a abrir la puerta. Entraron en tropel muchas personas, apuntándole con sus armas. Con voz muy fuerte ordenó:
-“¡Aquí no!”.
Su esposa bajaba por la escalera. Él se acercó y le dio un beso. Le dijo:
-“Tengo que ir al Ayuntamiento”.
Salió a la calle y, detrás, varias de aquellas personas muy excitadas. Finalmente se oyeron varios tiros. Don Emilio había obtenido la gracia del martirio por defender hasta el final su fe y manifestarse públicamente como verdadero cristiano.
Los milicianos que se quedaron subieron con doña María Luisa al piso de arriba y se les oía gritar y abrir armarios y cajones, desvalijando todo cuanto se encontraban.
Por la puerta de la calle, que continuaba abierta, apareció Dionisio Martín Tesorero, Juez de Mora, que cogió a los seis niños y a su madre y los llevó a su casa, cuidando mirasen hacia aquella y no a la derecha, donde yacía don Emilio en el suelo.
Al poco tiempo llamaron a la puerta de la casa del Juez preguntando por “María Luisa”. Era el sepulturero del pueblo. Al salir ella, le entregó una alianza y un escapulario diciendo, “-Esto era de su marido”. La mujer se desvaneció, cayendo al suelo.
La recogieron y llamó a Madrid, a sus hermanos, Julio y María Josefa. Vinieron en tren a buscarlos y los llevaron a su casa de Madrid. En dicha casa también se refugió don Joaquín (el coadjutor de la parroquia de Mora de Toledo) y dos monjas del Convento de las Salesas, una de ellas hermana de Don Emilio. El Convento fue convertido en una famosa y terrible checa. Don Joaquín estaba disfrazado de carpintero y las dos monjas, de sirvientas. Don Joaquín daba clase a los niños y celebraba Misa en casa siempre que podía.
Cuando terminó la guerra, tuvo que ir doña María Luisa a Mora, acompañada por su cuñado Julio, a reconocer el cadáver de don Emilio y a declarar en el Juzgado sobre su asesinato. No quiso declarar en contra de nadie y dijo que perdonaba a todos los culpables. Sabía quiénes habían intervenido y quiénes les habían mandado, pero nunca acusó a nadie. Siempre pedía a sus hijos que perdonasen a los que habían asesinado a su padre. El cadáver de don Emilio fue trasladado posteriormente a una capilla de la Iglesia de Mora de Toledo.
Publicado en Religión en Libertad
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