OPINIÓN. P. Roberto Visier. Creo que las puntualizaciones que hemos hecho sobre el espinoso tema de los abusos cometidos por sacerdotes eran necesarias. Sin embargo no quiero en ningún momento olvidar a las víctimas, que son además niños inocentes o adolescentes. No podemos simplemente defendernos de las exageraciones, de las falsas acusaciones, de los análisis errados. Es preciso reconocer que los enemigos de la Iglesia han encontrado un punto débil de la Iglesia de nuestro tiempo, porque existen casos probados. No podemos ni cerrar los ojos, ni mirar a otra parte.
Las palabras de Jesús al respecto son durísimas: Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar (Mt 18,6). Un escándalo se puede producir con una palabra o con un mal ejemplo, ¡qué será sufrir un abuso sexual! Y encima por parte de una persona que representa a Dios, que habla y actúa en su santo nombre. Un golpe puede dejar una señal en el cuerpo, más o menos duradera, o una cicatriz permanente. Una palabra puede herir el corazón de una persona, pero sabemos que este tipo de abusos dejan consecuencias psicológicas que pueden trastocar totalmente la vida de una persona. Estamos hablando de un pecado gravísimo y de un delito penado por la mayoría de las legislaciones. Creo que en este caso no bastaría con arrojar al culpable al mar, sino que la piedra de molino debería caer sobre él y aplastarlo. Naturalmente, como en el caso de las palabras de Jesús, con esta imagen quiero reflejar la gravedad del pecado, pues todos podemos y debemos acogernos a la misericordia infinita de Dios.
Una de las misiones más importantes de los sacerdotes, especialmente de los que trabajan en parroquias o centros educativos, es precisamente atender a los niños, velar por su formación moral y espiritual, cuidar su inocencia, defenderlos contra cualquier peligro. El que recibe el honroso título de “padre” debe verdaderamente serlo, especialmente cuando hay tantos pequeñuelos necesitados de afecto y comprensión. Suelo comentar que he trabajado con niños desde que yo mismo era todavía un niño. Tenía trece años cuando empecé a dar catequesis y debo reconocer que ahora, que trabajo con estudiantes, echo mucho de menos a los niños. Es una labor maravillosa que no debemos abandonar. Sería un error, si por miedo a la presión social actual, desatendiésemos este campo apostólico de la Iglesia tan urgente y fecundo.
P. Roberto Visier.
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