12 dic 2010

Congo y Crespo se rebelan


En todo caso, en Llactakunka hicimos nuestro trabajo y fuimos muy bien recibidos. Al día siguiente, lunes 8, nos pusimos de nuevo en camino. Primero, una bajada impresionante al cañón del río Punanki (afluente del Apurímac, cuyas aguas acaban en el Amazonas), pasando de los 3400 a los 2000 metros de altitud, del clima de sierra al de semiselva, o ceja de selva como se le conoce. La bajada es difícil: un camino lleno de piedras resbalosas, mosquitos, calor creciente por el sol ecuatorial que va ascendiendo y la altitud que va disminuyendo, y sobre todo, por el factor con el que menos contaba… los caballos… Bueno, normalmente suelen ser una ayuda, pero esta vez no tuve suerte.

Congo, amable y servicial en un principio, debió oler algo en mí (no creo que el Rexona…) que no le gustó, y al intentar ajustarle la montura me coceó sin ningún respeto. A partir de ese momento, se hizo el dueño de la situación, pues se dio cuenta de que me asusté y ya no permitió que lo montase nadie. Incluso a Dani lo mordió cruelmente. Se desprendió de toda montura y tuvimos que llevarle así, sin nada hasta el río. Yo cargaba con sus alforjas… Fue en ese momento, cuando me vi a mi mismo llevando su carga mientras le arrastraba con la soga detrás de mí, cuando me di cuenta de que algo andaba mal. El caballo se supone que es una solución, no un problema, él debe llevar tu carga, no tú la suya. Además, por el camino algo debió comentar con su colega el Crespo, pues llegados al puente sobre el Punanki ninguno quiso atravesarlo. Es cierto que se trata de un puente que seguramente tú también atravesarías con precaución, pues es colgante y varios de sus travesaños de madera faltan. Es estrecho y se balancea sobre las aguas caudalosas del río. En otros momentos, hubiese puesto en práctica trucos ya aplicados en otras ocasiones, como vendar con el jersey los ojos al caballo, o cubrir el puente con ramas y algo de tierra, para engañar al caballo, pero esta vez me rendí.

Les dije a los chicos que regresasen los caballos a Tambobamba y que yo les esperaría en Huallhuac, una comunidad que se encuentra cruzando el río y subiendo la otra vertiente del cañón. Así lo hicimos. Ellos se retiraron con los dos caballos y yo me quedé sólo, con lo esencial. Me desprendí de mantas y me quedé con mi mochila: Las cosas de la Misa, saco de dormir, breviario, lectura, poncho y el I pod y la pipa, claro. Descansé un rato, disfrutando de los loros y sonidos de la naturaleza y a eso de las dos de la tarde comencé el ascenso. Muchas veces, en esos momentos en que camino sólo, pienso en ti, Arturo, pues sé que son momentos que disfrutarías, en contacto directo con la Creación, sin nadie más. ¡Si supieses como en esas marchas en las misiones el Rosario, con sus cuatro coronas, se me hace corto!

Iba muy cargado, pero Dios es bueno y alcancé a una caravana de arrieros que, con sus cinco mulas, llevaban mercaderías para esas comunidades del otro lado del cañón. Cargaron mis bultos, y así pude subir sin mayor peso que el mío propio. Además, pude hablar con el propietario, inquieto por tantas cuestiones religiosas. Parecía un episodio evangélico. Nos sentamos un rato y, medio en español medio en quechua, empezó a preguntarme sobre la Biblia y qué debía hacer para salvarse, como Felipe con el eunuco etíope en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Fue hermoso, de verdad.


P. Jorge de Villar.

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