18 dic 2010

Misioneros españoles de ayer y hoy. ¿Héroes anónimos?


Llegué a Huallhuac a eso de las seis, cuando ya anochecía. El frío y la altura, de nuevo los tres mil metros, esta vez del otro lado del cañón se notaban. Rápidamente busqué alguna autoridad comunera, y pude hablar con el presidente, Mario Rimachi, que me prestó una casa vacía que rápidamente adecenté como pude, barriendo un poco y haciendo un pequeño fuego, no sólo para el frío, sino sobre todo para que el fuego ahuyentase un poco a las arañas y demás alimañas, que tenían por suya esa casa desde hacía mucho, por lo que pude constatar.

Esta comunidad sí que tenía Capilla, un pequeñísimo templo dedicado a Santa Rosa de Lima, con incluso una hermosa campana de bronce con fecha de 1706… Me emocionan estos detalles. Antes que yo, hace justo 300 años, un misionero posiblemente español la llevó hasta allí y allí arraigó la fe que él llevó y que yo ahora vengo a predicar de nuevo…. ¿Quién fue? ¿De dónde era? ¿Sería joven o mayor? ¿Contaba con amigos a quien contar sus vivencias, como yo lo hago contigo, Arturo? No sé nada de él, pero cuánto me gustaría poderle abrazar y agradecerle por lo hecho. Un héroe anónimo. Aunque no. Recuerdo un viejo cartel de la Guerra Civil: “Para Dios no hay héroes anónimos”. Toqué esa vieja campana, ya resquebrajada, y al cabo de una hora pude celebrar la Misa, ya noche cerrada, con todos los comuneros, avisándoles de que me quedaría allí otro día más, esperando la llegada de Dani y David. La cena no me faltó, pues entre los comuneros se organizaron para proveer todo lo necesario, incluidos cueros de oveja y mantas para la noche. Para llegar a la casa, me alumbro con el móvil, que ahora acostumbro a llevar a las misiones: no hay cobertura, por supuesto, pero tiene linternita incorporada, con más autonomía y menor peso que una linterna convencional. Además, siempre me hace sonreír el escuchar la musiquita de Movistar al encenderlo en este contexto tan alejado de la ciudad. Cené una sopa bien caliente, mote (el maíz ya seco cocido) y un buen mate caliente. El fuego había cumplido su labor y el cuartito estaba ya caliente y sin arañas (esto último lo di por supuesto, a modo de acto de fe, para poder dormir sin reparos, pues en esta zona abundan todo tipo de insectos y arácnidos, a cual más repugnante). Por las pulgas ya no me preocupo. Una buena ducha al llegar a la parroquia, y como nuevo. Desperté con el sol, a eso de las seis del día siguiente, martes 9.

Ese día me dediqué a visitar casa por casa toda la comunidad (unas 25 cabañas), en unas leyendo la Biblia, en otras, dando los Santos Óleos a algún anciano o enfermo. Siempre bien recibido. En cada casa, dejo alguna imagen de María que les ayude a recordar la fe. Muchos me piden aplicar la Misa de la noche por sus difuntos. Algunos, el bautismo para sus hijos. En la tarde aparecieron Dani y David. Ellos no tuvieron tanta suerte como yo y cargaron toda la subida sus mochilas. Llegan agotados, pero contentos por reunirnos de nuevo. Celebramos la Misa como el día anterior. Esta vez vienen algunos campesinos de lugares más alejados. Como ofrenda por sus difuntos, llevan a los pies del altar las viejas ropas de los difuntos, productos del campo y algún huevo o pedazo de carne. No podemos llevar con nosotros este “estipendio” en especie, así que lo canjeamos por una rica cena, en la que esta vez, además de la sopita caliente, hay cuy (cobaya), gallina e incluso una “challhua” o truchita que algún niño pescó seguramente en la mañana en el Punanki y ha subido al pueblo en la tarde. Mucha papa, chuño y mote. Un banquete, vamos. Afortunadamente, Dani y David tienen buen diente y no queda nada. En la noche, a la luz de las velas, una partidita al juego de la oca (que me envió mi madre) y luego, como hacía mi padre con mi hermano mayor Fransi y conmigo en Piedralaves, el pueblito de la sierra de Gredos donde pasé los veranos más bonitos de mi infancia, lección de astronomía ante el firmamento más impresionante que puedas imaginarte, por la altitud y la pureza del cielo de la cordillera. Algunas constelaciones son viejas amigas mías de Europa, como la de Orión o la Osa Mayor, que aquí apenas si se ve, pegada la horizonte. Otras las conocí en mis tiempos de marino, cuando por primera vez crucé el ecuador, como la Cruz del Sur o la nebulosa de Magallanes. Un espectáculo sin duda impresionante es el firmamento tal y como se ve en las noches de invierno en la cordillera. Después, bien envueltos en nuestras mantas, siempre hay alguien que se anima a contar alguna historia de aparecidos que nos anima a apurarnos en dormir.

Continuará...

P. Jorge de Villar.

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