8 jul 2011

TESTIMONIO. Bautismos y bodas en Apumarca


El miércoles 10, temprano después del desayuno, reemprendemos camino. Esta vez vamos hacia Apumarca, a unas tres horas de marcha de Huallhuac. Hemos subido a la cumbre del cañón y ahora nos adentramos hacia las comunidades que se encuentran en un balcón sobre otro cañón, el del río Santo Tomás, frontera natural entre el Apurímac y el Cuzco. Apumarca es realmente un balcón sobre ese cañón, en lo profundo del cual apenas se ve, pero sí se escucha con claridad el río que separa ambas regiones. En línea recta, la montaña del frente no está a más de 500 metros. Llegar a los pueblos que en ella vemos, ya pertenecientes al Cuzco (Capaccmarca, Ccapi,…) supondría unas 16 horas de marcha.

Cuando veo este paisaje, pienso que sólo falta el cóndor planeando en este abismo entre los cerros. Dicho y hecho. “Padresito, kunturta qaway!” (“¡Mira el cóndor, padrecito!”) me grita en quechua el catequista de Apumarca, que ha salido a recibirnos y nos dirige hacia la capilla de esta comunidad. Alejandro Pilares Moyohuillca es su nombre. Él tiene las llaves de la capilla, reúne a los comuneros los domingos para una corta oración (y una larga jarana posterior a esta, según he sabido por algunos informantes algo más tarde…). Le he conocido en Tambobamba, con ocasión de los cursillos que organizamos para los catequistas de las distintas comunidades. Es una comunidad grande, 150 familias, casi 700 habitantes. Llama la atención el número de niños, casi 200 alumnos. Allí se juntan a estudiar los de esta y otras comunidades. Hay escuela y colegio, con primaria completa y secundaria hasta cuarto grado (el quinto y último, los que quieran hacerlo, van hasta Tambobamba y ahí residen). Aquí se juntan tres profesores, que también nos reciben con mucha cordialidad.

En la Capilla, como siempre, cumplo con la tradición que mi abuelito me enseñó de niño: “cuando entres por primera vez en un templo, reza tres Ave Marías y pide algo”. Siempre lo he hecho y así se lo he enseñado a los chicos. Nunca me ha fallado, te aseguro, Arturo. Esta capilla está dedicada a Nuestra Señora de la Natividad. Es grande, con bellas y antiguas imágenes. Las paredes son de adobe, pero la torre, con una campana (esta vez de 1816), es de piedra. Nuestro alojamiento es una casa construida hace años, propiedad de la Iglesia, que el catequista cuida con cariño y respeto. Todo un lujo. Tres cuartos con camas (bueno, dos largos adobes transversales entre los cuales cinco largas tablas de eucalipto proporcionarán un soporte algo más elástico que el suelo para nuestros cuerpos cansados), y una cocina con una “cconcha” algo más sofisticada de lo habitual: una especie de hornito de barro con unos agujeros superiores sobre los cuales se pueden depositar las mankas, unas viejas ollas ennegrecidas que me recuerdan a aquella que mis abuelos usaban como Belén en Navidad. Es pronto y después de instalarnos todavía hay tiempo para visitar algunas casas e invitar a la gente a la Misa de la noche y del día siguiente, pues visto el volumen de población, decido quedarme allí por dos días. Creo que fue una buena decisión, pues así entre ese miércoles y el jueves pude visitar no sólo la mayor parte de las familias, sino también hablar a los alumnos y profesores en sus clases. Para muchos jóvenes, los que no han salido de la comunidad, es la primera vez que ven a un sacerdote. Todo un descubrimiento. Además, son lugares tan perdidos que ni las sectas se han molestado en llegar. La ignorancia religiosa es grande. Pero todos quieren saber y me bombardean con todo tipo de preguntas sobre el Bautismo y la Primera Comunión, temas que veo el catequista no debe haber tocado mucho...

En la Misa de la noche, esta vez no sólo hay bautismos, sino también matrimonios. Termina tarde, pero la luna ya está casi llena e ilumina los cerros y las casas, de forma que no necesitamos encender mi móvil para llegar a la casa. Doy gracias a Dios por estar aquí, y no estudiando Derecho en Roma…

Continuará...

P. Jorge de Villar.

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