2 abr 2011

No hay peor ciego que el que no quiere ver



COMENTARIOS A LAS LECTURAS DOMINICALES
P. Mario Ortega. El Evangelio de hoy, lleno de contrastes de luz y de oscuridad, de vista y de ceguera, es todo un paradigma del hombre actual y el de todos los tiempos ante la luz de la fe, que se le ofrece en y con Cristo.

El episodio parte de un ciego, de uno que no ve las cosas naturales (de la naturaleza, del mundo) y nos traslada a considerar otra clase de ceguera, la del que no ve – o no quiere ver – las cosas sobrenaturales (las verdades sobre Dios y sobre el destino último del hombre).

Con la curación del ciego de nacimiento, Jesucristo se nos presenta como Luz y declara su voluntad de iluminar a todo el que viva en tinieblas: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Indudablemente, está hablando de la luz de la fe y de la oscuridad que experimentamos – triste condición humana, sumida desde el nacimiento en la oscuridad del pecado – ante el misterio de Dios y de la propia vida.

Pero, analicemos paso por paso, la escena de hoy, que puede ser la nuestra de todos los días:

1. Los discípulos no entienden un sufrimiento sin culpa previa. La primera ceguera que aparece no es la de los malvados fariseos, sino la de los mismos discípulos, que no entienden un sufrimiento sin culpa previa, propia o ajena: “Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?” El mal es siempre un misterio y una comprensión que nos satisfaga completamente sólo la hallaremos en el Cielo, pero la respuesta que nos ofrece el Señor, es una luz que nos ilumina un camino de esperanza: en el mal y el sufrimiento es donde se manifestará precisamente la gloria y el poder de un Dios que viene a salvarnos. He aquí la luz, aunque se puede rechazar.

2. La gente se muestra escéptica, recela y deja el tema en manos de los fariseos. La acción salvadora de Dios es muy simple: saliva, barro, lavarse y ver. Quizás sea eso lo que nos molesta a veces: la sencillez de la creación, de la comunicación de lo sobrenatural a través de lo más natural, el día a día de las obras buenas que se manifiestan en el silencio... Esperamos de Dios cosas complicadas, no nos rendimos a la sencillez. La gente se resistía a aceptar el milagro. ¿Sería ciego de verdad? El curado insiste, sencillamente: era ciego. Pero la gente rechaza lo evidente y busca una explicación. ¿Lo evidente necesita explicación? Acuden a los fariseos. ¿Cuánta gente desconfía de la fe y confía en lo que otros le dictan?

3. Los fariseos se muestran escépticos y divididos. No están dispuestos a aceptar algo que no “cuadre” con su forma de pensar y que les “obligue” a cambiar su forma de actuar. Rechazan la evidencia. Prejuicios no faltan: “Era sábado”. Llaman a otros – los padres del ciego – y de nuevo al ciego curado, pero como no hallan sino más de lo mismo, su corazón se encalla y su proceder deriva inevitablemente en el insulto y la violencia. La razón busca, la fe se ofrece como amiga de la razón, pero cuando se rechaza esta amistad, se cae en la irracionalidad. Llenan al ciego curado de improperios, le llaman “empecatado de pies a cabeza” y finalmente lo expulsan. ¿Se puede hallar así la verdad?

No hay peor ciego que el que no quiere ver. Jesús, rechazado, Luz que vino al mundo y las tinieblas no la recibieron (Cf. Jn 1, 9 – 11), sentencia: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”.

Reconozcamos nuestra ceguera y acerquémonos a la Luz de Cristo; seamos Luz en el Señor, y caminemos como hijos de la luz, como nos recuerda San Pablo en la segunda lectura de hoy. Y hagámoslo con María, a través del camino cuaresmal.

P. Mario Ortega.




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