P. Mario Ortega. Domingo a domingo, vamos llegando al final del discurso del Pan de Vida (capítulo 6 del Evangelio de San Juan). Aquella multiplicación de panes con los que se sació la multitud dio lugar a la revelación de un gran misterio: Jesús es Pan vivo que da vida eterna.
La vida eterna con Dios es lo que todo hombre desea, lo sepa o lo ignore, lo reconozca o lo rechace. La vida eterna con Dios no es otra cosa que la felicidad plena que anhela su corazón. Y no hay hombre en este mundo que no desee ser feliz. Bien, pues dice Jesús hoy que el modo de alcanzar esa vida es alimentarse de Él, comer su Cuerpo y beber su Sangre. Es una afirmación tan fuerte que causaba perplejidad entre los oyentes: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Jesús no ha venido sólo para que lo oigamos, ni siquiera para que lo sigamos solamente. Ha venido para ser nuestro alimento espiritual. Con todas las consecuencias. Si uno no come, su cuerpo se debilita y muere. Del mismo modo, sin la Eucaristía, hoy dice claramente Jesús que uno no puede tener vida eterna.
Esto se entiende mejor si consideramos que para recibir la Eucaristía, uno debe ir bien preparado, limpia su alma del pecado mortal y para ello es preciso confesarse antes. También con frecuencia aunque uno piense que sólo tiene pecados veniales. Y para confesarse, uno debe estar arrepentido y ser humilde. Humildad – arrepentimiento – confesión – Eucaristía. Es todo un proceso, en el que el alimento de la Eucaristía nos impulsará a practicar la caridad con el prójimo y a las obras de misericordia. La Eucaristía es, por tanto, el centro y la clave de la vida cristiana que va desde la humildad a la caridad, y por eso, cuando la recibimos nos hacemos uno con Jesús (“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”). En esta unión con Cristo consiste la verdadera santidad, el camino hacia el Cielo.
La Iglesia nos manda participar en la Eucaristía dominical. Pero no es tanto una obligación que una madre impone, cuanto una necesidad que el hijo tiene. ¿Por qué no pensamos en esta necesidad cuando “toca ir a Misa” el domingo? Seguramente nuestra vida cristiana cobraría un sentido mucho más profundo. ¿Por qué no nos convertimos en apóstoles de la Eucaristía, invitando a amigos y familiares a participar en la celebración más bella y necesaria que tenemos los cristianos?
Jesús no ha venido sólo para que lo oigamos, ni siquiera para que lo sigamos solamente. Ha venido para ser nuestro alimento espiritual. Con todas las consecuencias. Si uno no come, su cuerpo se debilita y muere. Del mismo modo, sin la Eucaristía, hoy dice claramente Jesús que uno no puede tener vida eterna.
Esto se entiende mejor si consideramos que para recibir la Eucaristía, uno debe ir bien preparado, limpia su alma del pecado mortal y para ello es preciso confesarse antes. También con frecuencia aunque uno piense que sólo tiene pecados veniales. Y para confesarse, uno debe estar arrepentido y ser humilde. Humildad – arrepentimiento – confesión – Eucaristía. Es todo un proceso, en el que el alimento de la Eucaristía nos impulsará a practicar la caridad con el prójimo y a las obras de misericordia. La Eucaristía es, por tanto, el centro y la clave de la vida cristiana que va desde la humildad a la caridad, y por eso, cuando la recibimos nos hacemos uno con Jesús (“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”). En esta unión con Cristo consiste la verdadera santidad, el camino hacia el Cielo.
La Iglesia nos manda participar en la Eucaristía dominical. Pero no es tanto una obligación que una madre impone, cuanto una necesidad que el hijo tiene. ¿Por qué no pensamos en esta necesidad cuando “toca ir a Misa” el domingo? Seguramente nuestra vida cristiana cobraría un sentido mucho más profundo. ¿Por qué no nos convertimos en apóstoles de la Eucaristía, invitando a amigos y familiares a participar en la celebración más bella y necesaria que tenemos los cristianos?
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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