P. Mario Ortega. Nadie puede decir: “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. He de admitir que este versículo de San Pablo siempre me causa perplejidad. La fe es un acto personal, pero hemos de admitir – así nos lo revela la Escritura – que no podemos creer en Dios sin Dios, sin su acción en nosotros. ¿Cómo explicar esto?
La perplejidad primera puede convertirse en admiración y gozo si penetramos en este misterio, que nos conduce hasta nuestro bautismo. Fue entonces cuando Dios comenzó su obra redentora en nosotros, sin nosotros darnos cuenta (tampoco los que lo recibieron en edad adulta, pues me refiero la acción misma de Dios, que no se ve). En el bautismo, viene Dios al alma. Y por eso llamamos al Espíritu Santo “Huésped del alma”. Lo hemos leído en la Secuencia antes del Evangelio y en esta expresión vamos a detenernos.
La perplejidad primera puede convertirse en admiración y gozo si penetramos en este misterio, que nos conduce hasta nuestro bautismo. Fue entonces cuando Dios comenzó su obra redentora en nosotros, sin nosotros darnos cuenta (tampoco los que lo recibieron en edad adulta, pues me refiero la acción misma de Dios, que no se ve). En el bautismo, viene Dios al alma. Y por eso llamamos al Espíritu Santo “Huésped del alma”. Lo hemos leído en la Secuencia antes del Evangelio y en esta expresión vamos a detenernos.
Dios viene para ser nuestro huésped, nuestro invitado. “Yo no lo he invitado”, alguien me podrá decir. No es cierto. Tú lo has invitado, porque tú buscas la felicidad. Lo invitas sin saberlo. Otro replicará: “en el caso del bebé que es bautizado, tampoco Dios ha sido invitado por él”. Por él no, pero sí por sus padres que entre todo lo bueno que le quieren dar, también quieren para su hijo la fe.
El Espíritu Santo viene como huésped, como invitado… para invitarnos a nosotros a creer en Jesucristo, en su Mensaje, en sus Promesas, en su Perdón. La perplejidad primera resulta al final admiración: Dios nos impulsa a creer en Él; nos da la luz y la fuerza para ello.
Ahora bien, a un huésped se le puede echar de casa. Con mejores o peores modales – sabemos que somos muy libres, muy señores de nuestra casa – podemos indicarle a Dios la puerta de salida y preferir estar sin Huésped en el alma. Creo sinceramente que el problema es éste. Que no queremos huéspedes, que preferimos tantas veces estar solos. No es que Dios no viene, sino que se tiene que ir, porque no lo aceptamos.
¿Pensamos que el Huésped nos va a robar?, ¿nos va a perjudicar?, ¿nos va a herir?... No. El Espíritu Santo no te viene a quitar nada, que nada tienes. Te viene a dar todo, que te falta todo. Dios no es enemigo del hombre. Lo ha creado y lo ha salvado del pecado. Y ahora quiere llevarlo a la plenitud de la vida con Él. Dios es bueno, muy bueno. Dios es amigo, muy amigo.
El Espíritu Santo es luz y es fuerza, Hace unos días, el Papa, que tanto está sufriendo – más aún que por los de lejos, por los disgustos que le dan los de cerca – decía a sus cardenales: “estamos en el equipo vencedor, porque es el equipo del Señor”. Se nota que tiene a Dios como Huésped en su alma, y que Él le da las fuerzas y lo sostiene en la lucha por el bien.
Conozco a una persona que el pensamiento de Dios como Huésped le hizo dar el paso a la fe. Cayó en la cuenta, gracias a esta verdad, de que Dios es mucho más cercano de lo que se pensaba. Pensemos en Dios como Huésped, no en un Dios abstracto y lejano. Y tal vez así, le abramos las puertas para que entre en nuestra vida.
He querido ilustrar este post con imagen de la Capilla papal Redemptoris Mater, que el otro día tuve la dicha de poder visitar. En el día de Pentecostés, con los apóstoles y la Madre de Jesús con ellos, comenzó la labor de la Iglesia. Hasta hoy y hasta el final del mundo. Con la fuerza del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo viene como huésped, como invitado… para invitarnos a nosotros a creer en Jesucristo, en su Mensaje, en sus Promesas, en su Perdón. La perplejidad primera resulta al final admiración: Dios nos impulsa a creer en Él; nos da la luz y la fuerza para ello.
Ahora bien, a un huésped se le puede echar de casa. Con mejores o peores modales – sabemos que somos muy libres, muy señores de nuestra casa – podemos indicarle a Dios la puerta de salida y preferir estar sin Huésped en el alma. Creo sinceramente que el problema es éste. Que no queremos huéspedes, que preferimos tantas veces estar solos. No es que Dios no viene, sino que se tiene que ir, porque no lo aceptamos.
¿Pensamos que el Huésped nos va a robar?, ¿nos va a perjudicar?, ¿nos va a herir?... No. El Espíritu Santo no te viene a quitar nada, que nada tienes. Te viene a dar todo, que te falta todo. Dios no es enemigo del hombre. Lo ha creado y lo ha salvado del pecado. Y ahora quiere llevarlo a la plenitud de la vida con Él. Dios es bueno, muy bueno. Dios es amigo, muy amigo.
El Espíritu Santo es luz y es fuerza, Hace unos días, el Papa, que tanto está sufriendo – más aún que por los de lejos, por los disgustos que le dan los de cerca – decía a sus cardenales: “estamos en el equipo vencedor, porque es el equipo del Señor”. Se nota que tiene a Dios como Huésped en su alma, y que Él le da las fuerzas y lo sostiene en la lucha por el bien.
Conozco a una persona que el pensamiento de Dios como Huésped le hizo dar el paso a la fe. Cayó en la cuenta, gracias a esta verdad, de que Dios es mucho más cercano de lo que se pensaba. Pensemos en Dios como Huésped, no en un Dios abstracto y lejano. Y tal vez así, le abramos las puertas para que entre en nuestra vida.
He querido ilustrar este post con imagen de la Capilla papal Redemptoris Mater, que el otro día tuve la dicha de poder visitar. En el día de Pentecostés, con los apóstoles y la Madre de Jesús con ellos, comenzó la labor de la Iglesia. Hasta hoy y hasta el final del mundo. Con la fuerza del Espíritu Santo.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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