(...viene de 'Segundo Mandamiento de la Santa Madre Iglesia I')
P. Juan Manuel Cabezas.El canon 989 recuerda que “todo fiel que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año”. Es ciertamente la mínima frecuencia exigible, para mantener un mínimo de vida cristiana, pero la Iglesia recomienda con toda insistencia la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, la llamada “confesión de devoción”, como uno de los instrumentos más eficaces para crecer en gracia de Dios y aspirar sinceramente a la santidad. En efecto, la Penitencia recibida con frecuencia, aun cuando no exista pecado mortal, robustece el alma y le ofrece numerosas gracias medicinales que la fortalecen contra el pecado.
La urgencia e importancia de confesar los pecados en peligro de muerte se entiende fácilmente por el hecho de que "está dispuesto que el hombre muera una sola vez y después de esto el juicio"(Hebreos 9:27), cuya sentencia es irrevocable y para toda la eternidad. No ha habido tema más repetido y constante en la predicación de Nuestro Señor Jesucristo en su vida pública (y en los Evangelios que leemos cada domingo en la Santa Misa) que la enseñanza del destino de salvación o de condenación eterna de los hombres, si bien apenas se oye hablar de él hoy en las predicaciones dominicales: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su alma? (Mt 16, 21-27).
Por eso, la Iglesia como madre providente da las máximas facilidades para que las personas puedan llegar a ese encuentro definitivo con Dios bien preparadas, habiendo confesado sus pecados. Por ello, en peligro de muerte, “todo sacerdote, aun desprovisto de facultad para confesar, absuelve válida y lícitamente a cualquier penitente de cualesquiera censuras y pecados, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado” (canon 976).
Finalmente, también es necesario confesar los pecados mortales antes de recibir el Cuerpo de Cristo, pues si se recibe en pecado mortal se comete un gravísimo pecado mortal, un sacrilegio, acerca de lo cual la Escritura enseña que “el que come y bebe indignamente, sin discernir, el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11, 29). Por ello, el canon 916 nos advierte con toda gravedad que “quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes”. Precisamente uno de los casos que la moral cristiana de siempre admitía la Comunión en estas circunstancias descritas, cuando no había posibilidad de confesarse, y, por supuesto, después de hacer un previo acto de contrición, era en peligro de muerte, para acudir con mayor intensidad de gracia al encuentro definitivo con el Señor.
Esta es la enseñanza llena de sabiduría que nos ofrece el segundo mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que todo clérigo debe predicar con insistencia para el bien eterno de las almas de los fieles.
La urgencia e importancia de confesar los pecados en peligro de muerte se entiende fácilmente por el hecho de que "está dispuesto que el hombre muera una sola vez y después de esto el juicio"(Hebreos 9:27), cuya sentencia es irrevocable y para toda la eternidad. No ha habido tema más repetido y constante en la predicación de Nuestro Señor Jesucristo en su vida pública (y en los Evangelios que leemos cada domingo en la Santa Misa) que la enseñanza del destino de salvación o de condenación eterna de los hombres, si bien apenas se oye hablar de él hoy en las predicaciones dominicales: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su alma? (Mt 16, 21-27).
Por eso, la Iglesia como madre providente da las máximas facilidades para que las personas puedan llegar a ese encuentro definitivo con Dios bien preparadas, habiendo confesado sus pecados. Por ello, en peligro de muerte, “todo sacerdote, aun desprovisto de facultad para confesar, absuelve válida y lícitamente a cualquier penitente de cualesquiera censuras y pecados, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado” (canon 976).
Finalmente, también es necesario confesar los pecados mortales antes de recibir el Cuerpo de Cristo, pues si se recibe en pecado mortal se comete un gravísimo pecado mortal, un sacrilegio, acerca de lo cual la Escritura enseña que “el que come y bebe indignamente, sin discernir, el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11, 29). Por ello, el canon 916 nos advierte con toda gravedad que “quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes”. Precisamente uno de los casos que la moral cristiana de siempre admitía la Comunión en estas circunstancias descritas, cuando no había posibilidad de confesarse, y, por supuesto, después de hacer un previo acto de contrición, era en peligro de muerte, para acudir con mayor intensidad de gracia al encuentro definitivo con el Señor.
Esta es la enseñanza llena de sabiduría que nos ofrece el segundo mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que todo clérigo debe predicar con insistencia para el bien eterno de las almas de los fieles.
P. Juan Manuel Cabezas.
Doctor en Derecho Canónico.
__________Doctor en Derecho Canónico.
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