P. Roberto Visier. Uno de los grandes males de nuestro tiempo, aunque no tenga nada de nuevo, es la falta de ejemplaridad de los que están puestos para regir los destinos de los pueblos. La clase política está en desprestigio. Con frecuencia la búsqueda del poder degenera en corrupción. Esto tiene un efecto fatal en lo que se refiere a la educación de los pueblos. La gente mira espontáneamente hacia los que están arriba, los que están montados en las sillas importantes, los que tienen una autoridad, por su responsabilidad política, por sus cualidades especiales para la ciencia, incluso para el deporte o el espectáculo. Lo quieran o no estos individuos se convierten en un modelo para los demás, atraen las miradas hacia sí y muchos desean imitarlos, aprender de ellos la difícil ciencia de vivir. Les parece que haciendo lo que ellos hacen alcanzarán la altura que ellos han alcanzado.
Pero cuando estos modelos sociales reflejan un estilo de vida alejado de la virtud y familiarizado con el vicio; sobre todo si los que deberían aprovechar su situación privilegiada para prestar un servicio encomiable a la sociedad, abusan de su poder para hacer el mal y cometer la injusticia, el efecto producido es devastador y se refleja en actitudes diversas: Muchos acaban por pensar que ese es el único modo de actuar, que cada uno se aproveche como quiera y sálvese quien pueda; otros reaccionan, movidos por un sentimiento de impotencia, con inusitada violencia; otros caen en la desesperanza o se hunden en la apatía o la pereza pensando que no pueden hacer nada, y que al fin y al cabo lo mejor es eso: no hacer nada.
Cuando Jesús se dio cuenta de que sus apóstoles estaban discutiendo sobre cuál de ellos era el más importante, los reunió y les dijo: "Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos” (Mc. 10,42-43). ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de autoridades ejemplares que sean los primeros que den testimonio de vida! Personas conscientes de la enorme trascendencia de sus actos y de sus palabras. Y también ¡Cuánta necesidad tiene la Iglesia de sacerdotes ejemplares, de obispos irreprochables, de lumbreras que iluminen las tinieblas de este mundo con una vida ejemplar, paradigmática! Cuando, por el contrario, los fieles y toda la sociedad tienen que contemplar el triste espectáculo de un sacerdote que no es fiel a las promesas que hizo de rodillas ante Dios y su obispo, cuando con su mal ejemplo en lugar de acercar a los demás a la Iglesia los aleja, cuando afea con su conducta y con sus palabras el rostro de la Iglesia de Cristo, entonces su responsabilidad ante Dios, ante la Iglesia y ante el mundo es descomunal. Los que vivimos en la Iglesia sabemos que vivimos entre pecadores, que todos tenemos limitaciones, que tenemos mucho que mejorar, pero que los que caen en graves faltas son una minoría. Sin embargo una mancha en un vestido blanco se ve muy feo. Todos debemos orar y poner todos los medios que tengamos a nuestro alcance para ayudar, animar y apoyar a nuestros pastores, reclamándoles con suavidad pero con insistencia, una vida acorde con su autoridad espiritual y moral.
Que el delincuente no enseñe lo bueno, es normal, que el veneno no sea saludable es lógico; pero que el maestro no eduque y el médico no cure no tiene sentido. Del mismo modo, si el sacerdote o el obispo no habla con Dios y no habla de Dios, si no es maestro del evangelio y de la oración, si no refleja a Jesucristo y lo da, si no es puente entre Dios y los hombres, entonces está fuera de lugar. Si está llamado, para mejor servir a Dios y a los demás, a ser de los mejores pero no lo es, entonces puede hacer mucho daño, porque la corrupción de lo mejor es lo peor.
Cuando Jesús se dio cuenta de que sus apóstoles estaban discutiendo sobre cuál de ellos era el más importante, los reunió y les dijo: "Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos” (Mc. 10,42-43). ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de autoridades ejemplares que sean los primeros que den testimonio de vida! Personas conscientes de la enorme trascendencia de sus actos y de sus palabras. Y también ¡Cuánta necesidad tiene la Iglesia de sacerdotes ejemplares, de obispos irreprochables, de lumbreras que iluminen las tinieblas de este mundo con una vida ejemplar, paradigmática! Cuando, por el contrario, los fieles y toda la sociedad tienen que contemplar el triste espectáculo de un sacerdote que no es fiel a las promesas que hizo de rodillas ante Dios y su obispo, cuando con su mal ejemplo en lugar de acercar a los demás a la Iglesia los aleja, cuando afea con su conducta y con sus palabras el rostro de la Iglesia de Cristo, entonces su responsabilidad ante Dios, ante la Iglesia y ante el mundo es descomunal. Los que vivimos en la Iglesia sabemos que vivimos entre pecadores, que todos tenemos limitaciones, que tenemos mucho que mejorar, pero que los que caen en graves faltas son una minoría. Sin embargo una mancha en un vestido blanco se ve muy feo. Todos debemos orar y poner todos los medios que tengamos a nuestro alcance para ayudar, animar y apoyar a nuestros pastores, reclamándoles con suavidad pero con insistencia, una vida acorde con su autoridad espiritual y moral.
Que el delincuente no enseñe lo bueno, es normal, que el veneno no sea saludable es lógico; pero que el maestro no eduque y el médico no cure no tiene sentido. Del mismo modo, si el sacerdote o el obispo no habla con Dios y no habla de Dios, si no es maestro del evangelio y de la oración, si no refleja a Jesucristo y lo da, si no es puente entre Dios y los hombres, entonces está fuera de lugar. Si está llamado, para mejor servir a Dios y a los demás, a ser de los mejores pero no lo es, entonces puede hacer mucho daño, porque la corrupción de lo mejor es lo peor.
P. Roberto Visier.
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