P. Jorge Teulón. Nos acercamos hoy al testimonio de dos sacerdotes nacidos en Extremadura. El primero pertenecía a la Archidiócesis de Toledo, el segundo a la diócesis de Plasencia.
Siervo de Dios José Timoteo Sierra González
Nació el 10 de junio de 1905 en Valdecaballeros (Badajoz). Huérfano de madre estuvo unos años con los PP. Franciscanos de Arenas de San Pedro (Ávila), pasando luego al Seminario de Toledo. Recibió la ordenación sacerdotal el 15 de abril de 1933. El 27 de abril celebró su primera Misa, administrando la primera comunión a dos de sus sobrinos, José Manuel y Julia.
Sus primeros pasos sacerdotales los da, durante unos meses, en Puebla de Alcocer (Badajoz). En 1934 se le envía como regente a Zarza Capilla (Badajoz). La labor con los jóvenes fue excelente, allí fundó la Acción Católica.
El sacerdote Ángel David Martín Rubio publicó en 1997 “La persecución religiosa en Extremadura durante la guerra civil (1936-1939)”, en sus páginas recuerda que el Comité establecido en Zarza Capilla por medio de un bando ordenó que se destruyeran todas las imágenes y objetos religiosos “en el plazo de dos horas” y que si se encontraba alguna su propietario pondría en peligro su vida… (pág.97).
Tras estallar la guerra, durante los primeros días, fue detenido junto a otro sacerdote, don Valentín Nieto Ramírez, que acababa de ser ordenado. Ambos fueron vilmente apaleados. Mientras les golpeaban don José les pedía que dejasen libre a don Valentín, por ser hijo del pueblo y su paisano. Al fin, obligándole a vestir de seglar le permitieron trasladarse a su pueblo natal. Según testigos las mujeres de Zarza le escucharon relatar ante el Sagrario:
“-¿No es lo suficientemente fiel tu siervo José para merecer la gracia del martirio?”.
Alguna de ellas le pidió un trozo de su sotana como reliquia. El 24 de julio de 1936 don José regresó a su casa.
Tres meses después, exactamente el 25 de octubre fue detenido. Maniatado con otros nueve convecinos fueron llevados en una camioneta a Herrera del Duque (Badajoz). Allí los milicianos pararon un momento en la Comandancia y se dirigieron hacia el cementerio. Los introdujeron en el campo santo y los milicianos, apostados, comenzaron una singular cacería disparando sobre ellos a discreción. Alcanzados o no, trataban de guarecerse detrás de las tumbas. Pero Don José, erguido, con un pequeño crucifijo iba bendiciendo, a la vez que absolvía, a las víctimas. Al final, cayó también él acribillado. Después de enseñarse especialmente en el cadáver del sacerdote fueron sepultados en una fosa común preparada de antemano.
Benedicto Barbero Bermejo
Benedicto nació en la villa cacereña de Serradilla el 15 de abril de 1879, en un hogar profundamente cristiano. Sintió desde muy niño la vocación sacerdotal y cuando en su familia quisieron disuadirle, para ponerlo a prueba, respondió con firme resolución: “-O estudio para sacerdote o no estudio carrera alguna”.
Cursó sus estudios sacerdotales en los seminarios de Coria (Cáceres) y Plasencia (Cáceres), y habiendo obtenido la licenciatura en Teología en la facultad de Salamanca, fue ordenado sacerdote el 24 de mayo de 1902.
Desempeño sucesivamente los ministerios de párroco en Cristina (Badajoz), coadjutor en Miajadas (Cáceres) y vicerrector del Seminario diocesano de Plasencia, donde dejó honda huella por sus competencias y extraordinarias virtudes evangélicas.
En 1919 obtuvo por oposición la parroquia de Santa María de Don Benito, la que tenía mayor cantidad de feligreses de la diócesis de Plasencia. Su austera figura de hombre, entregado, de bondad rebosante, dispuesto a darlo todo por sus feligreses, fue causa de admiración, estima y veneración popular.
El ABC del 14 de febrero de 1933 da la noticia de la constitución de la Juventud Católica en Don Benito: “Se ha celebrado la reunión constitutiva de la Juventud Católica, Habló el arcipreste, don Benedicto Bermejo, quien abrió el ciclo de conferencias que habrán de darse todos los jueves”.
El 23 de julio de 1936, a requerimiento del alcalde, y después de celebrar la última misa entregó las llaves de su querida parroquia, y fue confinado en su domicilio. Desde allí escribió a sus familiares: “…yo no pienso abandonar esto pase lo que pase”, la frase que revela el deseo de aceptar el martirio con la valentía del buen pastor que quiere dar la vida por sus ovejas.
El 6 de septiembre fue llevado a la cárcel común. Por el respeto y veneración que inspiraba, los mismos milicianos le sugirieron la idea de que se ocultase, y que ellos cumplirían la misión diciendo sencillamente que no estaba en casa, pero rechazó la propuesta diciendo: “-Yo debo hacer lo mismo que hizo mi Divino Maestro”.
En la cárcel sufrió con serenidad impresionante los ultrajes que le causaron, gracias a la fortaleza acumulada en su vida de intensa oración. Incomunicado un tiempo en una pequeña celda, siempre que hacían la inspección le encontraban de rodillas, con la vista elevada al cielo, abstraído de lo que pasaba alrededor suyo. Uno de los carceleros aseguró que en una ocasión al entrar en la celda de madrugada, lo halló levantado del suelo, en el aire, arrodillado en actitud orante.
El 30 de septiembre de 1936, fue el día señalado para el holocausto. Junto con otros cuatro sacerdotes y numerosos seglares fue llevado al paredón de fusilamiento por su condición de sacerdote, pues ningún otro crimen le podían imputar. Bien lo sabían sus verdugos, cuando al pasar cerca del Hospital de la Cruz roja, le ofrecieron ser ingresado en él, en un último intento de salvarle la vida; pero una vez más su voluntad estaba decidida a apurar el cáliz y respondió: “-Me voy con mis compañeros, que ahora me necesitan más que nunca”.
En las tapias del cementerio recibió la descarga mortífera que acabó con su vida. El cadáver fue hallado separado de los demás, incorporado en un ángulo de los muros del camposanto, con el rosario pendiente de sus manos sacerdotales en una última plegaria a la Virgen de las Cruces. Había consumado la sangrienta Misa de su propia vida y ofrenda.
Publicado en Religión en Libertad
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