OPINIÓN. P. Mario Ortega. Escribo el comentario a las lecturas de esta semana desde Galilea. Uno se imagina fácilmente al Señor caminando y predicando por estas tierras de montes y lago. Jesús recorría ciudades y aldeas enseñando, nos dice hoy San Lucas. En Galilea todo es amplitud de miras y horizontes, tanto desde la montaña (de las bienaventuranzas, desde el Carmelo, desde el Tabor) como desde la orilla del Mar de Tiberiades… Este dato orográfico se corresponde con el mensaje de Cristo, que nos abre también a un horizonte amplio, universal. Su Evangelio se extiende desde esta bendita región a todo el mundo, a todos los hombres de todos los siglos. Los discípulos serán los encargados de proclamarlo a todo el mundo.
Sin embargo, la amplitud del mensaje evangélico, referida al horizonte universal de los destinatarios (vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios), no tiene que llevarnos a olvidar la estrechez de la que el Señor habla al describirnos la puerta de acceso al Reino.
Efectivamente, ante la pregunta sobre el número de los que se salven, el discurso del Maestro torna en tintes dramáticos, nos habla de la vana y engañosa seguridad de muchos que, convencidos de haber alcanzado un grado suficiente en el conocimiento y servicio del Señor, escucharán la dura respuesta del Señor, cuando llamen a su puerta: No os conozco… alejaos de mí, malvados.
¡Cuidado! No nos creamos nunca seguros de la salvación. La salvación es universal y sus puertas quedan abiertas con el bautismo; en ese sentido decimos que estamos salvados, en vías de salvación. Pero hay que acoger esa salvación cada día y esforzarse por rechazar todo lo que nos aparta de ella. Eso cuesta. No basta con vivir de las rentas: “yo soy de tal parroquia, de tal movimiento…”; “no soy como otros, que roban y matan…”, “cumplo con mis deberes cívicos y religiosos…” En fin, que a veces parece que vamos rellenando un expediente que pasaremos al Señor a modo de factura para que nos pague. Los objetivos y los cumplimientos los vamos marcando nosotros… y en esa medida nos creemos justos, salvados.
¿Dónde queda la humildad? ¿A qué grado reducimos la acción constante de la gracia? Preferiríamos salvarnos nosotros solitos, porque eso significaría que pondríamos nosotros las condiciones. Dios nos advierte de la necesidad de un esfuerzo ascético, es decir, de renuncia a nosotros mismos y a nuestros intereses egoístas, con el fin de acoger en nosotros su gracia salvadora.
He aquí la puerta estrecha por la que nos dice el Señor que hemos de pasar, con esfuerzo. Esta puerta estrecha ha sido descrita maravillosamente por los santos, especialmente los grandes místicos, que nos han hablado siempre de renuncias, subidas, negaciones… Su mensaje es plenamente evangélico y para nada triste, negativo o maniqueo – como muchos pueden entenderlo y calificarlo – porque lo que hace es señalarnos esa puerta estrecha, precisamente para que podamos atravesarla y llegar a la amplitud definitiva y eterna en Cristo.
Sin embargo, la amplitud del mensaje evangélico, referida al horizonte universal de los destinatarios (vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios), no tiene que llevarnos a olvidar la estrechez de la que el Señor habla al describirnos la puerta de acceso al Reino.
Efectivamente, ante la pregunta sobre el número de los que se salven, el discurso del Maestro torna en tintes dramáticos, nos habla de la vana y engañosa seguridad de muchos que, convencidos de haber alcanzado un grado suficiente en el conocimiento y servicio del Señor, escucharán la dura respuesta del Señor, cuando llamen a su puerta: No os conozco… alejaos de mí, malvados.
¡Cuidado! No nos creamos nunca seguros de la salvación. La salvación es universal y sus puertas quedan abiertas con el bautismo; en ese sentido decimos que estamos salvados, en vías de salvación. Pero hay que acoger esa salvación cada día y esforzarse por rechazar todo lo que nos aparta de ella. Eso cuesta. No basta con vivir de las rentas: “yo soy de tal parroquia, de tal movimiento…”; “no soy como otros, que roban y matan…”, “cumplo con mis deberes cívicos y religiosos…” En fin, que a veces parece que vamos rellenando un expediente que pasaremos al Señor a modo de factura para que nos pague. Los objetivos y los cumplimientos los vamos marcando nosotros… y en esa medida nos creemos justos, salvados.
¿Dónde queda la humildad? ¿A qué grado reducimos la acción constante de la gracia? Preferiríamos salvarnos nosotros solitos, porque eso significaría que pondríamos nosotros las condiciones. Dios nos advierte de la necesidad de un esfuerzo ascético, es decir, de renuncia a nosotros mismos y a nuestros intereses egoístas, con el fin de acoger en nosotros su gracia salvadora.
He aquí la puerta estrecha por la que nos dice el Señor que hemos de pasar, con esfuerzo. Esta puerta estrecha ha sido descrita maravillosamente por los santos, especialmente los grandes místicos, que nos han hablado siempre de renuncias, subidas, negaciones… Su mensaje es plenamente evangélico y para nada triste, negativo o maniqueo – como muchos pueden entenderlo y calificarlo – porque lo que hace es señalarnos esa puerta estrecha, precisamente para que podamos atravesarla y llegar a la amplitud definitiva y eterna en Cristo.
P. Mario Ortega.
Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
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