5 nov 2011

COMENTARIO A LAS LECTURAS DOMINICALES. El encuentro esperado e inesperado a la vez



P. Mario Ortega. El mes de noviembre es especialmente propicio a la meditación sobre la vida eterna. Siguiendo el mensaje del Evangelio, esta meditación es luminosa y cargada de esperanza: tomar conciencia que nuestro destino es una vida divina, puesto que de vivirla junto a Dios se trata, una vida en la que se pueden realizar todas las aspiraciones de nuestro corazón, es el verdadero consuelo y alegría cierta que nos sostiene y guía en este mundo.

Noviembre, que comienza con la alegría de la celebración de todos los santos y con el llanto esperanzado de nuestra plegaria por todos los difuntos, finalizará con la gran solemnidad de Cristo Rey. Entre tanto, la Iglesia nos regala en su liturgia los pasajes evangélicos que nos hablan del encuentro definitivo con Cristo, cuando acabe nuestro peregrinar por este mundo, como nos recuerda hoy San Pablo en su carta a los Tesalonicenses.

Porque el final de nuestra vida será un encuentro. Esperado e inesperado, según la enseñanza de la parábola de las diez vírgenes. Esperado – deseado - por las que están preparadas para la venida de Señor; inesperado – olvidado – por las que dejan para más tarde su preparación. Saben que el Señor vendrá, el encuentro es esperado; tarda en llegar, el momento resulta inesperado.

Las diez vírgenes de la parábola representan a toda la humanidad. La lámpara que sostienen, es nuestra alma; el aceite, la fe. La fe mantiene al alma encendida en el amor al Señor que viene, al Dios esperado. La fe, si no se cultiva y se acrecienta, decrece; igual que se gasta el aceite conforme pasa el tiempo. La fe crece con la oración diaria, la frecuencia de los sacramentos y las buenas obras diarias. Y eso requiere tiempo. Por eso, las vírgenes necias no pudieron disponerse a tiempo cuando llegó el Señor. Se apresuraron, pero era ya tarde. Sobre ellas resonó la frase que a mí me resulta más dura de todo el Evangelio: “No os conozco”, dirá Jesús a quienes no estén preparados a su venida.

La venida de Cristo, nuestro encuentro definitivo con Él, se producirá en el momento de nuestra muerte, y no sabemos cuándo ni cómo ésta acaecerá. No sabemos los días que faltan (el encuentro es inesperado), pero sí sabemos que cada día que pasa, el encuentro está más cerca (el encuentro es esperado).

No faltan nunca en nuestro mundo vírgenes sensatas que recuerdan con sus palabras a todos en la sala el encuentro esperado, así como la necesaria preparación con una vida entregada y humilde. Pero tampoco faltan nunca, desgraciadamente, vírgenes necias que ante la incertidumbre del momento, prefieren la oscuridad en sus lámparas y el descanso que puedan ofrecer un mundo finito y unos bienes pasajeros. Y el Señor viene. No solamente vendrá, sino que viene cada día “disfrazado” de múltiples formas: de pobre, de hambriento, de enfermo o de anciano, también nos podemos encontrar con Él en cada persona alejada, en tantos jóvenes sin ilusión, en cada hombre o mujer sumidos en profundas depresiones…

“¡Viene el Señor, salid a recibirlo!”. Es la Sabiduría y no está lejos. Está, como dice la primera lectura, sentado a la puerta, sale al paso en cada pensamiento… Lo encuentra el que le busca. El Señor viene. Nadie podrá excusarse diciendo: “No lo sabía”, porque lo único que no sabía era el momento.

Con María.

P. Mario Ortega


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