P. Mario Ortega. Simplemente no hizo nada el siervo que recibió un solo talento. No es que quiera empezar la historia por el final, sino que deseo centrar la reflexión de hoy en el tercero de los siervos, el que menos recibió y el que nada hizo. Porque esa es la gran tentación de hoy y de siempre: no hacer nada de verdadero provecho, dejarnos llevar por la comodidad, el simple bienestar, el ser supervisor de nubes. El Evangelio de hoy, como el de las vírgenes del domingo pasado, nos habla de la ausencia y el retorno de aquel ante quien hay que estar preparados y rendir cuentas.
¿Quién no ha oído alguna vez eso de que “soy muy bueno porque no robo ni mato”? ¿Es que uno ya es bueno porque no hace nada malo? La parábola de los talentos nos ofrece la respuesta condenando duramente el pecado de omisión. Porque los pecados no son solamente de comisión (cometer el mal) sino también de omisión (omitir el bien). Y fácilmente éstos últimos son más abundantes que los primeros, como descubriremos a poco que hagamos un poco de examen de conciencia.
El tercer siervo no hizo nada malo… ni nada bueno. Su pecado fue no hacer nada bueno, un pecado de omisión. Pecado porque sabía bien que el amo era exigente y deseaba ver aumentada la fortuna confiada a sus siervos. La gran responsabilidad de cada hombre, según muestra la parábola de hoy, es que sabemos que tenemos unos talentos y que hemos de hacerlos fructificar, esto es, hemos de hacer el bien en esta vida, todo lo que podamos según los talentos recibidos.
El libro de los Proverbios describe y alaba hoy a la mujer hacendosa. Precioso adjetivo de nuestra lengua castellana: “hacendoso”. Al significado de trabajador une el de bondadoso en las obras de su trabajo. Alaba la Escritura a quien gasta su vida en hacer el bien, reconociendo humildemente que los talentos que desarrolla los ha recibido de Dios. Sabe que Dios le ha dado unos dones y que tendrá que rendirle cuentas de ellos algún día. Teme a Dios. Se trata de un temor reverencial, no de un temor sinónimo de miedo. A Dios no se le ha de tener miedo, pero sí la reverencia debida ante Quien tenemos que presentar nuestros talentos convertidos en obras de amor. Por eso, ¡dichoso el que teme al Señor!, como proclama el salmista. Lástima que en muchas predicaciones no se explique bien el sentido bíblico y espiritual del santo temor, don del Espíritu Santo. Es un temor sin el cual no puede haber auténtico amor, como sólo es auténtico el amor de los hijos hacia los padres basado en el respeto, la reverencia y la responsabilidad en las obligaciones propias de los hijos.
Los siervos que hacen fructificar sus talentos temen al Señor, en este sentido. Trabajan con la mirada puesta en la venida de su señor, contentos y con gran ánimo al pensar que pueden presentarle un fruto abundante. Esperan trabajando, por eso temen. Trabajan con esperanza, por eso aman. Por el contrario, el que entierra su talento, ni ama ni teme a su señor y como no hay amor, ni hay responsabilidad ni hay frutos posibles.
San Pablo nos ofrece la mejor exhortación para que no cesemos en nuestra diaria misión de hacer fructificar los talentos, según el don recibido, y nos dice: “no durmamos, sino estemos vigilantes y despejados”.
El tercer siervo no hizo nada malo… ni nada bueno. Su pecado fue no hacer nada bueno, un pecado de omisión. Pecado porque sabía bien que el amo era exigente y deseaba ver aumentada la fortuna confiada a sus siervos. La gran responsabilidad de cada hombre, según muestra la parábola de hoy, es que sabemos que tenemos unos talentos y que hemos de hacerlos fructificar, esto es, hemos de hacer el bien en esta vida, todo lo que podamos según los talentos recibidos.
El libro de los Proverbios describe y alaba hoy a la mujer hacendosa. Precioso adjetivo de nuestra lengua castellana: “hacendoso”. Al significado de trabajador une el de bondadoso en las obras de su trabajo. Alaba la Escritura a quien gasta su vida en hacer el bien, reconociendo humildemente que los talentos que desarrolla los ha recibido de Dios. Sabe que Dios le ha dado unos dones y que tendrá que rendirle cuentas de ellos algún día. Teme a Dios. Se trata de un temor reverencial, no de un temor sinónimo de miedo. A Dios no se le ha de tener miedo, pero sí la reverencia debida ante Quien tenemos que presentar nuestros talentos convertidos en obras de amor. Por eso, ¡dichoso el que teme al Señor!, como proclama el salmista. Lástima que en muchas predicaciones no se explique bien el sentido bíblico y espiritual del santo temor, don del Espíritu Santo. Es un temor sin el cual no puede haber auténtico amor, como sólo es auténtico el amor de los hijos hacia los padres basado en el respeto, la reverencia y la responsabilidad en las obligaciones propias de los hijos.
Los siervos que hacen fructificar sus talentos temen al Señor, en este sentido. Trabajan con la mirada puesta en la venida de su señor, contentos y con gran ánimo al pensar que pueden presentarle un fruto abundante. Esperan trabajando, por eso temen. Trabajan con esperanza, por eso aman. Por el contrario, el que entierra su talento, ni ama ni teme a su señor y como no hay amor, ni hay responsabilidad ni hay frutos posibles.
San Pablo nos ofrece la mejor exhortación para que no cesemos en nuestra diaria misión de hacer fructificar los talentos, según el don recibido, y nos dice: “no durmamos, sino estemos vigilantes y despejados”.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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