18 ago 2011

TESTIMONIO. A 4.800 metros, mejor fuego de bosta que frío nocturno


En el camino de vuelta, me avisan de que por allí “cerca” hay otro lugar olvidado, Occacahua. Decido quedarme un día más por la zona. Está cerca en kilómetros, unos 26 según leo en el contador de la camioneta, pero tardo casi tres horas

Esta comunidad está en lo alto de la puna, a 4800 metros de altura, es de las más altas de la parroquia. No hay ni un árbol. Sólo los “laymes”, cultivos de papas en las alturas, de los que salen las papas nativas más sabrosas que nunca he probado, y los ganados, principalmente llamas. La capilla se ve construida recientemente por los propios comuneros, en adobe, pero bien cuidada. Dentro, una hermosa Virgen Asumpta preside el presbiterio. El 15 de agosto son las fiestas patronales. Me habilitan un cuartito cerca de la capilla. El techo es de paja, la ventana tiene el plástico roto, pero está limpio, y los cueros de oveja que me traen lo hacen aparentemente confortable. Pretenden prender un fueguito con bosta de vaca (aquí no hay madera), pero prefiero que no, pues la verdad el monóxido de carbono puede llegar a ser peligroso.

Una vez más, recorro casa por casa. Aquí es más fácil, pues apenas hay 60 comuneros. Para la noche, se programan bautizos, entre ellos el de una niña Sarita Rondán Pumaccahua, de apenas ocho meses. Es la primogénita de Zenón (19 años) y Reyna (16). No están todavía casados, pero viven juntos, lo que en estos lugares se llama “servinakuy”, una especie de matrimonio a prueba. Para mi próxima visita, les casaré y ahora apadrino a su hijita, una niñita preciosa con una sonrisa que sólo podría superar Jorge Julio Epifanio. Esa noche, en la cena no me falta el cuy y otros ricos manjares serranos, invitación cariñosa de las familias cuyos hijos bauticé. A eso de las nueve, tras mis oraciones nocturnas, me meto en la “cama”. Ya desde que cayó el sol, sobre las cinco, el frío era intenso, pero en ese momento me doy cuenta de mi error al no haber aceptado un mínimo fuego en el cuarto. La helada está comenzando a caer y yo, a pesar de mi saco de dormir “polar” (allí pone que aguanta hasta los 10 bajo cero), mi poncho, mi pijama especial para la ocasión (me acuesto esa noche con camiseta, jersey cuello de cisne, jersey de lana, y encima la chaqueta de otro chándal, además de pantalón de chándal, guantes, calcetines gruesos de lana que me envió mi madre y pasamontañas modelo “tregua de ETA”), paso la noche más fría de mi vida, que recuerde al menos. No me atrevo ni a sacar la nariz. Al día siguiente, mi botella de agua parece un granizado de esos que pedía de muchacho en el Retiro los días de verano. El salmo 129 dice: Mi alma ansía al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora…” Esa noche ese salmo, que tantas veces he rezado, lo comprendí en su sentido no ya alegórico sino literal, supe lo que es el ansia del centinela por ver la aurora… Ni en mis tiempos de navegación por el Mar del Norte había sentido tanto frío, te lo aseguro Arturo…

Para el desayuno me trajeron chuño y mate. El chuño creo que ya sabes que es papa que se deja por varias noches, en los meses duros de invierno (julio-agosto) expuesta a la helada y de día al sol. Luego es pisada. Así, queda pequeña, arrugada y deshidratada. El Chuño se conserva por años si es necesario y, cocido, es riquísimo. Esa mañana, devorándolo, me sentí caníbal…

Continuará...

P. Jorge de Villar.

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