P. Roberto Visier. Una de las convulsiones más fuertes del postconcilio fue la que sufrieron los religiosos. Muchísimos abandonaron la vida religiosa. Unos porque según su peculiar modo de entender el Concilio, en una Iglesia que se abría al mundo ya no tenía sentido apartarse o alejarse de él; otros porque se desvirtuaba tanto la vivencia de los consejos evangélicos que pensaron que era mejor ser un “buen laico”, que verse obligados a vivir como “malos religiosos” o al menos como religiosos “relajados”. De nuevo, si revisamos el decreto sobre la renovación de la vida religiosa “Perfectae caritatis” del Concilio Vaticano II, no encontramos en ninguna parte la supresión del hábito, la minusvaloración de la oración o la relajación de la pobreza o la obediencia, u otras desviaciones que se dieron en muchos institutos y que han sido la raíz de la terrible crisis de vocaciones que se ha seguido.
Quizás una de las tergiversaciones más sutiles es la que se refiere a la obediencia. De muchas maneras corrientes teológicas modernas invitaban a los superiores a no mandar para no forzar la libertad de sus súbditos, mientras proporcionaban a los súbditos numerosas excusas para no obedecer, como por ejemplo: no se debe obedecer contra la propia razón, no se debe caer en un servilismo, sólo es responsable de sus actos el que obra según la propia conciencia y no según la conciencia de otro; si yo sé mejor que el superior lo que se debe hacer ¿por qué tengo que hacer lo que me manda el que sabe menos?; la norma suprema es la luz del Espíritu Santo que guía a cada uno, etc. Así que al final los superiores no mandan casi nada y las pocas veces que lo hacen los súbditos encuentran algún subterfugio para no hacer lo que se les pide. Estoy caricaturizando un poco pero estos extremos se han alcanzado.
El Concilio Vaticano II ha dicho: “Los súbditos, en espíritu de fe y de amor a la voluntad de Dios, presten humilde obediencia a los Superiores... Esta obediencia religiosa no mengua en manera alguna la dignidad de la persona humana, sino que la lleva a la madurez, dilatando la libertad de los hijos de Dios” (P.C. 14).
Naturalmente, la obediencia debe vivirse en conciencia y en el respeto a la dignidad humana y sin servilismos extraños, pero hay que interpretar rectamente estos límites de la obediencia, no convertirlos en excusas habituales para no obedecer. La experiencia enseña que los que más hablan contra la obediencia son los que más suelen imponer sus criterios y convierten en dogmas inapelables sus opiniones personales. He releído en estos días la carta sobre la obediencia de S. Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, sin duda uno de los institutos religiosos de más influencia y frutos en la historia de la Iglesia. Baste recordar la cantidad enorme de santos canonizados, doctores de la Iglesia, misioneros y mártires que se formaron en su seno. Es bien sabido que el santo fundador estimaba la obediencia de modo muy particular. Tomo algunos párrafos de la citada carta para dar alguna luz al tema que nos ocupa.
S. Ignacio recuerda que el motivo de la obediencia es religioso: “nunca mirando la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues ni porque el Superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera otros dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido, diciendo la eterna verdad: ‘El que a vosotros oye, a mi me oye; y el que a vosotros desprecia, a mi me desprecia’ ”.
A veces no se quiere obedecer por pereza, por desgana, por no renunciar a un bien material, a un capricho personal, pero otras veces se aducen motivos teológicos y espirituales. También en este segundo caso es un error desobedecer: “¡Oh, cuánto engaño toman y cuán peligroso, no digo solamente los que en cosas allegadas a la carne y sangre, mas aun en las que son de suyo muy espirituales y santas, tienen por lícito apartarse de la voluntad de sus Superiores!” La obediencia perfecta no es sólo de ejecución, haciendo lo que el superior manda, sino que “es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento”.
El fundamento de la obediencia es la humildad y la mansedumbre y este modo de entender esta virtud es enseñando por muchos otros santos. El límite de la obediencia es el pecado, pues nadie puede legítimamente mandarnos cometer un pecado, ni nadie está obligado a obedecer contra lo que su conciencia le dice que es contra Dios o contra el prójimo: “Paréceme que os oigo decir, Hermanos carísimos, que veis lo que importa esta virtud; pero que querríades ver cómo podréis conseguir la perfección de ella. A lo cual yo os respondo con S. León Papa: ‘Ninguna cosa hay difícil a los humildes, ni áspera a los mansos’.
A s í que q u i e r o d e c i r, que este modo de sujetar el juicio propio, con presuponer que lo que se manda es santo y conforme a la divina voluntad, sin más inquirir, es usado de los Santos, y debe ser imitado de quien quiere perfectamente obedecer en todas las cosas, donde pecado no se viese manifiestamente.”
Finalmente el santo recuerda a todos los jesuitas la obligación de obedecer a los legítimos superiores, y recuerda al General el deber de practicar también él la obediencia “para con quien Dios Nuestro Señor le dio por Superior, que es el Vicario suyo en la tierra; porque así enteramente se guarde la subordinación y consiguientemente la unión y caridad, sin la cual el buen ser y gobierno de la Compañía no puede conservarse, como ni de otra alguna congregación”.
El Concilio Vaticano II ha dicho: “Los súbditos, en espíritu de fe y de amor a la voluntad de Dios, presten humilde obediencia a los Superiores... Esta obediencia religiosa no mengua en manera alguna la dignidad de la persona humana, sino que la lleva a la madurez, dilatando la libertad de los hijos de Dios” (P.C. 14).
Naturalmente, la obediencia debe vivirse en conciencia y en el respeto a la dignidad humana y sin servilismos extraños, pero hay que interpretar rectamente estos límites de la obediencia, no convertirlos en excusas habituales para no obedecer. La experiencia enseña que los que más hablan contra la obediencia son los que más suelen imponer sus criterios y convierten en dogmas inapelables sus opiniones personales. He releído en estos días la carta sobre la obediencia de S. Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, sin duda uno de los institutos religiosos de más influencia y frutos en la historia de la Iglesia. Baste recordar la cantidad enorme de santos canonizados, doctores de la Iglesia, misioneros y mártires que se formaron en su seno. Es bien sabido que el santo fundador estimaba la obediencia de modo muy particular. Tomo algunos párrafos de la citada carta para dar alguna luz al tema que nos ocupa.
S. Ignacio recuerda que el motivo de la obediencia es religioso: “nunca mirando la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues ni porque el Superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera otros dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido, diciendo la eterna verdad: ‘El que a vosotros oye, a mi me oye; y el que a vosotros desprecia, a mi me desprecia’ ”.
A veces no se quiere obedecer por pereza, por desgana, por no renunciar a un bien material, a un capricho personal, pero otras veces se aducen motivos teológicos y espirituales. También en este segundo caso es un error desobedecer: “¡Oh, cuánto engaño toman y cuán peligroso, no digo solamente los que en cosas allegadas a la carne y sangre, mas aun en las que son de suyo muy espirituales y santas, tienen por lícito apartarse de la voluntad de sus Superiores!” La obediencia perfecta no es sólo de ejecución, haciendo lo que el superior manda, sino que “es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento”.
El fundamento de la obediencia es la humildad y la mansedumbre y este modo de entender esta virtud es enseñando por muchos otros santos. El límite de la obediencia es el pecado, pues nadie puede legítimamente mandarnos cometer un pecado, ni nadie está obligado a obedecer contra lo que su conciencia le dice que es contra Dios o contra el prójimo: “Paréceme que os oigo decir, Hermanos carísimos, que veis lo que importa esta virtud; pero que querríades ver cómo podréis conseguir la perfección de ella. A lo cual yo os respondo con S. León Papa: ‘Ninguna cosa hay difícil a los humildes, ni áspera a los mansos’.
A s í que q u i e r o d e c i r, que este modo de sujetar el juicio propio, con presuponer que lo que se manda es santo y conforme a la divina voluntad, sin más inquirir, es usado de los Santos, y debe ser imitado de quien quiere perfectamente obedecer en todas las cosas, donde pecado no se viese manifiestamente.”
Finalmente el santo recuerda a todos los jesuitas la obligación de obedecer a los legítimos superiores, y recuerda al General el deber de practicar también él la obediencia “para con quien Dios Nuestro Señor le dio por Superior, que es el Vicario suyo en la tierra; porque así enteramente se guarde la subordinación y consiguientemente la unión y caridad, sin la cual el buen ser y gobierno de la Compañía no puede conservarse, como ni de otra alguna congregación”.
P. Roberto Visier.
Publicado en Religión en Libertad
__________
No hay comentarios:
Publicar un comentario