OPINIÓN. P. Mario Ortega. Porque eso es a lo que parecen aspirar muchos. Acumular y acumular, riquezas y placeres, siendo esa la única preocupación, engañándonos una y otra vez pensando que ahí vamos a encontrar la felicidad. San Pablo ya nos lo ha advertido en la segunda lectura: No sigáis engañándoos unos a otros.
Y es que hay una verdad en la que todos, creyentes y no creyentes, no podemos no estar de acuerdo: todo lo de este mundo se termina. Unos dicen que para después no haber nada, concibiendo la muerte como un sueño inconsciente infinito, otros, decimos, confiados en la Palabra del Señor, que para comenzar la vida verdadera y feliz completamente junto a Dios. Pero unos y otros tenemos la misma experiencia del paso del tiempo y de la vanidad de todos los afanes y preocupaciones de este mundo. Vanidad en el sentido de vaciedad. Así nos lo describe bella y dramáticamente Cohelet en el libro del Eclesiastés: Vanidad, todo es vanidad. El trabajo, el descanso, el día, la noche, el afán, las preocupaciones… todo ¿para qué?, si todo va a terminar, si de todo nos vamos a ver un día privados…
El hombre es soñador y sólo Dios es el cumplidor de sus sueños. Si el hombre se queda sólo en sus sueños, experimentará al final de su vida que se queda sin nada, por muy rico que se creía. Resulta haberse convertido en el más rico del cementerio. ¡Necio! Esta noche te pedirán la vida... "Esta noche" puede ser cualquier noche, o cualquier día, o dentro de unos años, muchos o pocos... "Esta noche", al fin y al cabo, llegará. ¿Para qué estamos acumulando riquezas, deseos de salud, fama, poder...? ¿Para qué? Cuando uno se plantea esto, si no se abre a Dios, se vuelve loco, por eso se prefiere hacer muchas veces lo del avestruz: meter la cabeza bajo tierra ante el peligro, es decir, no plantearse las cuestiones fundamentales de la vida. Pero hasta el más mundano sabe que el final llegará.
El Evangelio es la respuesta a la vanidad de este mundo. Partiendo de la advertencia del Señor: guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes, podremos abrir nuestro corazón a la verdadera y auténtica riqueza que no se acaba, la que Él mismo nos ofrece. Se trata del gran descubrimiento de nuestra vida. La gran verdad que nos puede liberar y llenar esa vaciedad (vanidad) que suponen las cosas de este mundo por sí mismas. San Pablo expresa este descubrimiento a modo de exhortación: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. He aquí la verdadera riqueza. Cristo ha resucitado y nuestros bienes no son ya los de esta tierra, sino los del cielo. Las cosas de la tierra nos ayudarán en la medida en que nos alcancen los bienes de la eternidad. Por eso el cristiano ha de abandonar una vida vieja, caduca, para embarcarse cada día en la novedad del Evangelio: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva condición, que ya se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.
Y es que hay una verdad en la que todos, creyentes y no creyentes, no podemos no estar de acuerdo: todo lo de este mundo se termina. Unos dicen que para después no haber nada, concibiendo la muerte como un sueño inconsciente infinito, otros, decimos, confiados en la Palabra del Señor, que para comenzar la vida verdadera y feliz completamente junto a Dios. Pero unos y otros tenemos la misma experiencia del paso del tiempo y de la vanidad de todos los afanes y preocupaciones de este mundo. Vanidad en el sentido de vaciedad. Así nos lo describe bella y dramáticamente Cohelet en el libro del Eclesiastés: Vanidad, todo es vanidad. El trabajo, el descanso, el día, la noche, el afán, las preocupaciones… todo ¿para qué?, si todo va a terminar, si de todo nos vamos a ver un día privados…
El hombre es soñador y sólo Dios es el cumplidor de sus sueños. Si el hombre se queda sólo en sus sueños, experimentará al final de su vida que se queda sin nada, por muy rico que se creía. Resulta haberse convertido en el más rico del cementerio. ¡Necio! Esta noche te pedirán la vida... "Esta noche" puede ser cualquier noche, o cualquier día, o dentro de unos años, muchos o pocos... "Esta noche", al fin y al cabo, llegará. ¿Para qué estamos acumulando riquezas, deseos de salud, fama, poder...? ¿Para qué? Cuando uno se plantea esto, si no se abre a Dios, se vuelve loco, por eso se prefiere hacer muchas veces lo del avestruz: meter la cabeza bajo tierra ante el peligro, es decir, no plantearse las cuestiones fundamentales de la vida. Pero hasta el más mundano sabe que el final llegará.
El Evangelio es la respuesta a la vanidad de este mundo. Partiendo de la advertencia del Señor: guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes, podremos abrir nuestro corazón a la verdadera y auténtica riqueza que no se acaba, la que Él mismo nos ofrece. Se trata del gran descubrimiento de nuestra vida. La gran verdad que nos puede liberar y llenar esa vaciedad (vanidad) que suponen las cosas de este mundo por sí mismas. San Pablo expresa este descubrimiento a modo de exhortación: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. He aquí la verdadera riqueza. Cristo ha resucitado y nuestros bienes no son ya los de esta tierra, sino los del cielo. Las cosas de la tierra nos ayudarán en la medida en que nos alcancen los bienes de la eternidad. Por eso el cristiano ha de abandonar una vida vieja, caduca, para embarcarse cada día en la novedad del Evangelio: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva condición, que ya se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.
P. Mario Ortega.
Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
__________
No hay comentarios:
Publicar un comentario