OPINIÓN. P. Roberto Visier. Pudiera parecer que ese gran afán de independencia que siente el hombre postmoderno debiera conducirlo a una gran fortaleza de carácter. Un hombre consciente de que puede hacerlo todo por sí mismo, de que no necesita recurrir al cielo ni a la tierra, un hombre autosuficiente y capaz de todo, que decide sobre el bien y el mal y se recrea a sí mismo. En realidad no es así, la generación de hoy no es nada segura de sí misma, simplemente porque esta supuesta autosuficiencia es una mentira. Necesitamos mirar al cielo para recuperar la esperanza eterna, y establecer vínculos estables con nuestros semejantes para construir la ciudad terrena. Somos lo que somos y no podemos reinventar el ser humano.
Precisamente el haber perdido los amplios horizontes de la esperanza trascendente y dudar incluso de los no tan amplios de la vida presente, sumerge a la juventud en la inmediatez de los acontecimientos cotidianos, en la banalidad de vivir el presente, de gozar del momento. “Sólo tenemos esta vida, ni siquiera el día de hoy es seguro, la sociedad no me ofrece nada especial, el futuro es incierto y más bien oscuro: gocemos este instante y mañana se verá”. Pero ese instante se reduce a la fiesta del fin de semana, a la borrachera, al triunfo pasajero del equipo de fútbol favorito, a un efímero encuentro amoroso o más bien sexual. Y claro, eso no llena, no satisface, puede obnubilar momentáneamente la conciencia de la propia inutilidad, del sin sentido de la propia existencia. Se puede incluso recurrir a la droga para prolongar la irrealidad de una huida a ninguna parte, lo cual conduce a un abismo mucho más profundo y terrible.
Y es otra vez el relativismo, es decir, la crisis de la moral o de la ética (si preferimos esta denominación más laica), la causante de esta incertidumbre enfermiza a la que se ve avocada la juventud de hoy. “Los políticos son corruptos y buscan sólo cuotas de poder, por tanto mi voto no vale nada. La economía no funciona, no hay trabajo o es inestable y mal pagado. No vale la pena casarse, es un compromiso demasiado grande para mí, al menos por ahora no pienso en eso, ni siquiera estoy seguro de si quiero ser varón o mujer o las dos cosas a la vez. Tener hijos es un riesgo y una responsabilidad que no puedo aceptar de momento”. Un “de momento” y un “por ahora” que se prolongan indefinidamente para terminar diciendo: “ya es demasiado tarde”, sin poder evitar la sensación demoledora de que se me está yendo la vida sin hacer nada de provecho.
¿Por qué no reaccionan los jóvenes movidos por su natural instinto de lucha? Porque tienen miedo, porque ni siquiera saben cómo luchar; muchas veces no saben ni contra qué deben luchar ni por qué o por quién deben hacerlo. No han recibido el entrenamiento para enfrentarse a un mundo difícil y cruel. Han crecido en el mejor de los casos en la comodidad de la sociedad del “bienestar” exterior, de la tecnología, la comunicación y el entretenimiento. No saben qué es el sacrificio, la victoria sobre los vicios, el dominio de sí, la disciplina, la lucha honesta, el respeto del otro, el trabajo en común, ni siquiera saben quién es Dios. En el peor de los casos ni siquiera han conocido el afecto y la estima, condenados por los adultos a vivir en familias fracturadas con padres que no son los suyos. En definitiva, no saben amar porque no han sido amados. Algunos incluso han debido sufrir la pobreza material, la violencia, el abuso sexual, el desprecio, la marginación, el exilio.
La crisis de pánico es una de las patologías más frecuentes entre los jóvenes de hoy. Es necesaria, junto con la terapia psicológica pertinente, una profunda cura espiritual y sobre todo mirar la futuro. La generación venidera puede ser mucho más débil todavía si nos cruzamos de brazos. En este sentido es urgente revisar los esquemas educativos. Precisamente de los jóvenes que puedan escapar del miedo reinante y convertirse en educadores de los hombres del mañana, se puede esperar un cambio. Después de todo el miedo es una pasión humana, un sentimiento a veces inevitable. Lo que hace la diferencia es la capacidad de sobreponerse y de continuar luchando hasta la victoria final.
Precisamente el haber perdido los amplios horizontes de la esperanza trascendente y dudar incluso de los no tan amplios de la vida presente, sumerge a la juventud en la inmediatez de los acontecimientos cotidianos, en la banalidad de vivir el presente, de gozar del momento. “Sólo tenemos esta vida, ni siquiera el día de hoy es seguro, la sociedad no me ofrece nada especial, el futuro es incierto y más bien oscuro: gocemos este instante y mañana se verá”. Pero ese instante se reduce a la fiesta del fin de semana, a la borrachera, al triunfo pasajero del equipo de fútbol favorito, a un efímero encuentro amoroso o más bien sexual. Y claro, eso no llena, no satisface, puede obnubilar momentáneamente la conciencia de la propia inutilidad, del sin sentido de la propia existencia. Se puede incluso recurrir a la droga para prolongar la irrealidad de una huida a ninguna parte, lo cual conduce a un abismo mucho más profundo y terrible.
Y es otra vez el relativismo, es decir, la crisis de la moral o de la ética (si preferimos esta denominación más laica), la causante de esta incertidumbre enfermiza a la que se ve avocada la juventud de hoy. “Los políticos son corruptos y buscan sólo cuotas de poder, por tanto mi voto no vale nada. La economía no funciona, no hay trabajo o es inestable y mal pagado. No vale la pena casarse, es un compromiso demasiado grande para mí, al menos por ahora no pienso en eso, ni siquiera estoy seguro de si quiero ser varón o mujer o las dos cosas a la vez. Tener hijos es un riesgo y una responsabilidad que no puedo aceptar de momento”. Un “de momento” y un “por ahora” que se prolongan indefinidamente para terminar diciendo: “ya es demasiado tarde”, sin poder evitar la sensación demoledora de que se me está yendo la vida sin hacer nada de provecho.
¿Por qué no reaccionan los jóvenes movidos por su natural instinto de lucha? Porque tienen miedo, porque ni siquiera saben cómo luchar; muchas veces no saben ni contra qué deben luchar ni por qué o por quién deben hacerlo. No han recibido el entrenamiento para enfrentarse a un mundo difícil y cruel. Han crecido en el mejor de los casos en la comodidad de la sociedad del “bienestar” exterior, de la tecnología, la comunicación y el entretenimiento. No saben qué es el sacrificio, la victoria sobre los vicios, el dominio de sí, la disciplina, la lucha honesta, el respeto del otro, el trabajo en común, ni siquiera saben quién es Dios. En el peor de los casos ni siquiera han conocido el afecto y la estima, condenados por los adultos a vivir en familias fracturadas con padres que no son los suyos. En definitiva, no saben amar porque no han sido amados. Algunos incluso han debido sufrir la pobreza material, la violencia, el abuso sexual, el desprecio, la marginación, el exilio.
La crisis de pánico es una de las patologías más frecuentes entre los jóvenes de hoy. Es necesaria, junto con la terapia psicológica pertinente, una profunda cura espiritual y sobre todo mirar la futuro. La generación venidera puede ser mucho más débil todavía si nos cruzamos de brazos. En este sentido es urgente revisar los esquemas educativos. Precisamente de los jóvenes que puedan escapar del miedo reinante y convertirse en educadores de los hombres del mañana, se puede esperar un cambio. Después de todo el miedo es una pasión humana, un sentimiento a veces inevitable. Lo que hace la diferencia es la capacidad de sobreponerse y de continuar luchando hasta la victoria final.
P. Roberto Visier.
Gracias, padre, cada vez me gustan más sus artículos.
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