P. Mario Ortega. La conocida parábola del sembrador nos enseña que Dios siembra su Palabra en todo el campo. Es decir, que a todos los hombres, de una u otra manera, les llega la Palabra de Dios que, como lluvia y nieve - siguiendo la profecía de Isaías - cae para empapar la tierra y fecundarla. La Palabra de Dios llega a cada hombre con la intención de producir en él frutos, y que esos frutos - la conversión, el amor la santidad - retornen a Él, produciéndose así la elevación del hombre a Dios.
Primera lectura, salmo y Evangelio, nos hablan de la tierra que hace fecunda la Palabra de Dios. Esa tierra somos cada uno de nosotros. La tierra no es igual. Nos dice Jesús, por medio de la parábola, que la semilla que cae en la tierra que está al borde del camino, rápidamente se la lleva el Maligno. Es el caso de tantas personas que viven al margen de Dios, rechazando sin más la Palabra.
La tierra también puede estar llena de piedras, con lo cual la Palabra tampoco puede echar raíces. Es el caso, explica el Señor, de los que reciben la Palabra con alegría; de esos también hay muchos, pero se piensan que ya está todo hecho con recibirla. Todos sabemos que la planta necesita un crecimiento. Así, la semilla sembrada necesita un cuidado, una constancia. Muchas serán las dificultades - las piedras - frecuentes serán las persecuciones por causa de la Palabra. El terreno pedregoso es el alma del hombre que sucumbe finalmente ante estas dificultades.
Algo parecido pasa con la tierra llena de zarzas y maleza. Puede nacer la planta, pero no dura mucho porque es ahogada por las malas hierbas. Tantos afanes de grandeza, de placeres, de posesiones, en este mundo... todo ello ahoga a la Palabra de Dios. Con demasiada facilidad nos quejamos de que no vemos a Dios en nuestra vida, en el mundo. No pensamos en que hay demasiadas cosas que no nos lo dejan ver y que impiden que se manifieste plenamente.
El alma que recibe la Palabra y que lucha por sacar todas las piedras y cortar las malas hierbas, es la tierra buena en la que la semilla crece y crece hasta dar mucho fruto. Deducimos que la santidad es dejar que crezca la semilla, pero es también el trabajar para remover nuestra tierra constantemente, labrarla; esto es, no vivir acomodados, sino en continua conversión. Esta tensión hacia la santidad es el gemido al que se refiere San Pablo. El alma en el que crece la semilla es el alma en camino hacia la santidad que desea ardientemente que Cristo reine definitivamente, en el mundo y en sí mismo.
Con María.
La tierra también puede estar llena de piedras, con lo cual la Palabra tampoco puede echar raíces. Es el caso, explica el Señor, de los que reciben la Palabra con alegría; de esos también hay muchos, pero se piensan que ya está todo hecho con recibirla. Todos sabemos que la planta necesita un crecimiento. Así, la semilla sembrada necesita un cuidado, una constancia. Muchas serán las dificultades - las piedras - frecuentes serán las persecuciones por causa de la Palabra. El terreno pedregoso es el alma del hombre que sucumbe finalmente ante estas dificultades.
Algo parecido pasa con la tierra llena de zarzas y maleza. Puede nacer la planta, pero no dura mucho porque es ahogada por las malas hierbas. Tantos afanes de grandeza, de placeres, de posesiones, en este mundo... todo ello ahoga a la Palabra de Dios. Con demasiada facilidad nos quejamos de que no vemos a Dios en nuestra vida, en el mundo. No pensamos en que hay demasiadas cosas que no nos lo dejan ver y que impiden que se manifieste plenamente.
El alma que recibe la Palabra y que lucha por sacar todas las piedras y cortar las malas hierbas, es la tierra buena en la que la semilla crece y crece hasta dar mucho fruto. Deducimos que la santidad es dejar que crezca la semilla, pero es también el trabajar para remover nuestra tierra constantemente, labrarla; esto es, no vivir acomodados, sino en continua conversión. Esta tensión hacia la santidad es el gemido al que se refiere San Pablo. El alma en el que crece la semilla es el alma en camino hacia la santidad que desea ardientemente que Cristo reine definitivamente, en el mundo y en sí mismo.
Con María.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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