P. Mario Ortega. Dicen que Santa Teresa de Jesús encontraba a menudo dificultades en rezar el Padrenuestro porque no podía pasar de la primera palabra: le fascinaba tanto poder llamar a Dios “Padre” que en el solo decir la palabra encontraba gran gozo y reposo del espíritu.
¿Podemos igualmente encontrar a Dios ya desde la primera frase del Evangelio? La acabamos de escuchar: “Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.
¿Podemos igualmente encontrar a Dios ya desde la primera frase del Evangelio? La acabamos de escuchar: “Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.
Esta frase que abre el relato del evangelista San Marcos podría parecer una mera presentación o título, algo necesario para empezar un escrito o un discurso. Pero podemos descubrir en ella una sencilla proclamación un mensaje más profundo: Comienza el Evangelio. ¿Dónde y cómo comienza en cada persona el Evangelio?
El Evangelio no es un libro (entiéndaseme bien); es un mensaje vivo, operante. Es un principio activo, usando una terminología más propia de un farmacéutico, ya que de una medicina se trata, ciertamente. El Evangelio es el medicamento indicado para el corazón inquieto de todo hombre. Por eso, hemos oído en la lectura del profeta Isaías: “hablad al corazón de Jerusalén”. ¿Dónde comienza el Evangelio? En el corazón. Cuando un corazón se abre a Dios, comienza en esa persona a operar el Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Y ¿cómo comienza? Con un acontecimiento muy personal e íntimo que se llama conversión. La conversión, predicada por Juan el Bautista como una preparación del camino por el que ha de llegar el Señor, es la condición “sine qua non” para comprender y vivir el Evangelio. Si no hay conversión, no puede haber evangelio. Sin la disposición humilde a cambiar y aceptar la Palabra de Dios, no habrá nunca Evangelio, o sea, advenimiento de esa Palabra.
“Padre, demuéstreme que Dios existe, porque hasta ahora nadie lo ha conseguido”. Al que así - o de modo similar - se me ha dirigido alguna vez, le he contestado sin vacilar: “No esperes entonces que yo lo consiga”. Porque es imposible abrir el cerrojo de un corazón que no muestra disposición alguna a la conversión. Este cerrojo cierra también la inteligencia a la sencillez del Evangelio. De ahí que Juan Pablo II recordara a menudo a los jóvenes que si encontraban dificultades para aceptar la fe, miraran primero si estaban esforzándose por cumplir los mandamientos. El Evangelio comienza en el corazón, el Evangelio comienza con la conversión del corazón. La gracia de Dios lo puede todo y hay que pedir a Dios para todos la gracia de la conversión. Porque, según nos ha recordado San Pedro en su segunda carta, Dios quiere “que todos se conviertan”.
No se trata de ser muy listos, sino de ser muy humildes. La inteligencia en las cosas de la fe seguirá al reconocimiento humilde y sincero de las miserias y carencias del corazón. El bautismo de Juan conducirá al bautismo de Jesús, es decir, abierto el cerrojo del corazón, podrá arribar la luz del Evangelio.
¿Difícil? No con María.
El Evangelio no es un libro (entiéndaseme bien); es un mensaje vivo, operante. Es un principio activo, usando una terminología más propia de un farmacéutico, ya que de una medicina se trata, ciertamente. El Evangelio es el medicamento indicado para el corazón inquieto de todo hombre. Por eso, hemos oído en la lectura del profeta Isaías: “hablad al corazón de Jerusalén”. ¿Dónde comienza el Evangelio? En el corazón. Cuando un corazón se abre a Dios, comienza en esa persona a operar el Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Y ¿cómo comienza? Con un acontecimiento muy personal e íntimo que se llama conversión. La conversión, predicada por Juan el Bautista como una preparación del camino por el que ha de llegar el Señor, es la condición “sine qua non” para comprender y vivir el Evangelio. Si no hay conversión, no puede haber evangelio. Sin la disposición humilde a cambiar y aceptar la Palabra de Dios, no habrá nunca Evangelio, o sea, advenimiento de esa Palabra.
“Padre, demuéstreme que Dios existe, porque hasta ahora nadie lo ha conseguido”. Al que así - o de modo similar - se me ha dirigido alguna vez, le he contestado sin vacilar: “No esperes entonces que yo lo consiga”. Porque es imposible abrir el cerrojo de un corazón que no muestra disposición alguna a la conversión. Este cerrojo cierra también la inteligencia a la sencillez del Evangelio. De ahí que Juan Pablo II recordara a menudo a los jóvenes que si encontraban dificultades para aceptar la fe, miraran primero si estaban esforzándose por cumplir los mandamientos. El Evangelio comienza en el corazón, el Evangelio comienza con la conversión del corazón. La gracia de Dios lo puede todo y hay que pedir a Dios para todos la gracia de la conversión. Porque, según nos ha recordado San Pedro en su segunda carta, Dios quiere “que todos se conviertan”.
No se trata de ser muy listos, sino de ser muy humildes. La inteligencia en las cosas de la fe seguirá al reconocimiento humilde y sincero de las miserias y carencias del corazón. El bautismo de Juan conducirá al bautismo de Jesús, es decir, abierto el cerrojo del corazón, podrá arribar la luz del Evangelio.
¿Difícil? No con María.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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