P. Mario Ortega. Domingo “Gaudete”. Así es como tradicionalmente se ha denominado el tercer domingo de Adviento. Domingo “alegraos”, literalmente traducido del latín. Y es que la cercanía de la Navidad y la esperanza creciente, llevan a la Iglesia a recordar las numerosas exhortaciones de la Sagrada Escritura a vivir con alegría.
Nuestra vida cristiana no es – como muchos la quieren presentar – una vida triste, de renuncias y cargas, cerrada a las alegrías de la vida. La misma Palabra de Dios nos demuestra que esto no es así. “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios”, hemos oído proclamar al profeta Isaías en la primera lectura. Al cristiano, Dios le manda que esté alegre. “Estad siempre alegres… Ésta es la voluntad de Dios”, nos ha recordado, por su parte, San Pablo. Y esto es así, de tal manera, que la tristeza puede llegar a ser un pecado, cuando pasa de ser un estado de ánimo sufrido a un conformismo voluntario y estable por la falta de esperanza.
La alegría es, para el cristiano, un mandamiento. No uno más a sumar a la lista de los diez, sino el resultado de vivir el decálogo con el amor incondicional a Dios y al prójimo que lo condensa y resume. Vivir los mandamientos nos da alegría y la alegría nos hace vivir los mandamientos con facilidad. Esta es la dinámica de la santidad. Por eso, San Juan Bosco no dudaba en afirmar que la primera condición para ser santos es estar alegres.
Pero ¿cómo conseguir esa alegría?, preguntará el que esté sumido en la tristeza o con la mirada escéptica del que lo ha intentado ya muchas veces sin éxito. Primero, sabiendo donde encontrarla. Si se busca donde no está, lógicamente, no se hallará. La verdadera alegría nace de un corazón en paz con Dios y con deseos de servir al prójimo. No lleva a la verdadera alegría, por tanto, aquella vida que se vive con el único objetivo de disfrutar de los placeres de este mundo, sin importarnos nada o casi nada Dios y el prójimo. ¿En qué consiste estar alegre? Si se tuviese que dar como respuesta una imagen, el mundo nos presentaría la de alguien rodeado de confort, exteriorizando los sentimientos que le den el dinero, el sexo, la bebida o cualquier otra ausencia (mejor, huída) de las preocupaciones; el Evangelio nos muestra, en cambio, la vida de los santos: la alegría de una Madre Teresa o de cualquier cristiano de hoy que se embarca en la aventura del espíritu y de la caridad.
El mensaje de San Juan Bautista es mensaje de alegría, de la mayor alegría: “Viene uno…” que es el Mesías esperado, Dios con nosotros. Sin embargo, Juan es la voz en el desierto. Desierto porque pocos acogen este mensaje, igual que sucede hoy. Desierto también, como imagen de cada alma que continúa árida porque ninguna de las que consideraba “alegrías”, le han hecho florecer el corazón. La voz de Juan, su pre – evangelio, es el mensaje que, si se acoge, llevará a la alegría que es Cristo y que convierte en vergel el corazón de todo hombre.
La alegría es, para el cristiano, un mandamiento. No uno más a sumar a la lista de los diez, sino el resultado de vivir el decálogo con el amor incondicional a Dios y al prójimo que lo condensa y resume. Vivir los mandamientos nos da alegría y la alegría nos hace vivir los mandamientos con facilidad. Esta es la dinámica de la santidad. Por eso, San Juan Bosco no dudaba en afirmar que la primera condición para ser santos es estar alegres.
Pero ¿cómo conseguir esa alegría?, preguntará el que esté sumido en la tristeza o con la mirada escéptica del que lo ha intentado ya muchas veces sin éxito. Primero, sabiendo donde encontrarla. Si se busca donde no está, lógicamente, no se hallará. La verdadera alegría nace de un corazón en paz con Dios y con deseos de servir al prójimo. No lleva a la verdadera alegría, por tanto, aquella vida que se vive con el único objetivo de disfrutar de los placeres de este mundo, sin importarnos nada o casi nada Dios y el prójimo. ¿En qué consiste estar alegre? Si se tuviese que dar como respuesta una imagen, el mundo nos presentaría la de alguien rodeado de confort, exteriorizando los sentimientos que le den el dinero, el sexo, la bebida o cualquier otra ausencia (mejor, huída) de las preocupaciones; el Evangelio nos muestra, en cambio, la vida de los santos: la alegría de una Madre Teresa o de cualquier cristiano de hoy que se embarca en la aventura del espíritu y de la caridad.
El mensaje de San Juan Bautista es mensaje de alegría, de la mayor alegría: “Viene uno…” que es el Mesías esperado, Dios con nosotros. Sin embargo, Juan es la voz en el desierto. Desierto porque pocos acogen este mensaje, igual que sucede hoy. Desierto también, como imagen de cada alma que continúa árida porque ninguna de las que consideraba “alegrías”, le han hecho florecer el corazón. La voz de Juan, su pre – evangelio, es el mensaje que, si se acoge, llevará a la alegría que es Cristo y que convierte en vergel el corazón de todo hombre.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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