P. Mario Ortega. El cristiano no es el que cree en Dios sin más, sino el que cree en un Dios victorioso de la muerte, y por tanto de toda crisis humana, ya que la muerte es la mayor de ellas. Nuestro Dios es Jesucristo Resucitado.El cristiano no es el que cree en Dios sin más, sino el que cree en un Dios victorioso de la muerte, y por tanto de toda crisis humana, ya que la muerte es la mayor de ellas. Nuestro Dios es Jesucristo Resucitado.El cristiano no es el que cree en Dios sin más, sino el que cree en un Dios victorioso de la muerte, y por tanto de toda crisis humana, ya que la muerte es la mayor de ellas. Nuestro Dios es Jesucristo Resucitado.
Él, apareciéndose a los apóstoles con su Cuerpo glorioso, lleno de vida, les trae la paz. Los saca radicalmente de toda la crisis y la depresión a la que les había sumido el horror del Calvario y de la cruz. “Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como yo tengo”. Les devuelve la paz, les confirma con los hechos la paz que les había mostrado durante su estancia de tres años con ellos. Por eso, su primer saludo, el saludo pascual, es siempre el mismo: “Paz a vosotros”. Es una Paz absoluta la que da Dios, la que transmite Cristo a quien se deja iluminar por el misterio de su resurrección.
Es una paz tan divina como humana, pues no es la de un Dios abstracto que llama desde el misterio de la otra vida desconocida, sino el que trae esa otra Vida, la eterna, a nuestro mundo. Y continúa siendo uno de nosotros; por eso, pide de comer, para compartir las experiencias más humanas que, vividas con amor, son momentos hermosos de alegría.
Los apóstoles “no acababan de creer por la alegría y seguían atónitos”. La alegría cristiana la da la realidad material de la Resurrección de Cristo. El Resucitado tiene un Cuerpo glorioso, que trasciende ya las coordenadas del espacio y del tiempo, pero sigue siendo su Cuerpo de carne y hueso, que muestra las heridas recibidas y pide de comer. La alegría de los apóstoles no se basa en una ilusión, ni el Resucitado está sólo en sus mentes. Está allí con ellos, compartiendo con ellos, como lo hacía antes del Viernes Santo. Y como está en medio de ellos corporal y verdaderamente, también está presente en sus mentes y sobre todo en su corazón. Cierto que tendrá que venir el Espíritu Santo sobre ellos para que esa alegría se manifieste con la fuerza que leemos en el libro de los Hechos: “el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús (…) lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos.”
Nosotros estamos llamados a vivir diariamente la alegría de la Resurrección y superar con ella toda crisis humana causada por el dolor, la injusticia y, en última instancia, la muerte. Porque verdaderamente ha Resucitado el Señor y la alegría y la paz que trae trasciende el tiempo, atraviesa los siglos y llega hasta nosotros igual de fresca y viva que llegó a los Apóstoles. Nosotros también somos testigos de la Resurrección.
Esto nos debe llevar a una actitud de continuo optimismo ante la vida con sus problemas y luchas; el saber que la Resurrección de Cristo es una verdad y un anticipo de nuestra vida eterna, nos tiene que llenar de ganas de vivir y de compartir esta alegría con los demás, nos tiene que llevar a no rendirnos jamás ante las dificultades, injusticias y persecuciones a las que podemos estar sometidos, mayores aún cuanto más vivimos según los mandamientos de Cristo. La fe en la Resurrección nos lleva a una vida transformada por Él que se demuestra en las obras de cada día. Por eso nos recuerda hoy San Juan en su primera carta: “Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en El.”
¿Dónde está, pues, la solución a toda crisis humana, personal, cultural, social o económica? En la vida de resucitados con Cristo. Siendo testigos de su Resurrección, con nuestra propia vida, estaremos siendo un mensaje claro de luz y de paz para el mundo entero. Esto exige coraje. Desgraciadamente es fácil “desinflarse” ante las dificultades que nos sobrevienen diariamente, las ordinarias y las extraordinarias. Debemos alimentar nuestra vida de fe a través de la oración, del diálogo y de la Comida eucarística, que no es otra cosa que vivir en esa misma compañía con Cristo que, leemos hoy, los Apóstoles tuvieron. Esta es la idea que recalcó el Papa en su última audiencia de los miércoles: la oración mantiene viva la fe y la esperanza y da fuerza ante toda dificultad, sufrimiento y persecución.
La Virgen María es la Madre de los Resucitados con Cristo. Una tierna devoción a nuestra Madre nos ayudará definitivamente a vivir la alegría pascual.
Es una paz tan divina como humana, pues no es la de un Dios abstracto que llama desde el misterio de la otra vida desconocida, sino el que trae esa otra Vida, la eterna, a nuestro mundo. Y continúa siendo uno de nosotros; por eso, pide de comer, para compartir las experiencias más humanas que, vividas con amor, son momentos hermosos de alegría.
Los apóstoles “no acababan de creer por la alegría y seguían atónitos”. La alegría cristiana la da la realidad material de la Resurrección de Cristo. El Resucitado tiene un Cuerpo glorioso, que trasciende ya las coordenadas del espacio y del tiempo, pero sigue siendo su Cuerpo de carne y hueso, que muestra las heridas recibidas y pide de comer. La alegría de los apóstoles no se basa en una ilusión, ni el Resucitado está sólo en sus mentes. Está allí con ellos, compartiendo con ellos, como lo hacía antes del Viernes Santo. Y como está en medio de ellos corporal y verdaderamente, también está presente en sus mentes y sobre todo en su corazón. Cierto que tendrá que venir el Espíritu Santo sobre ellos para que esa alegría se manifieste con la fuerza que leemos en el libro de los Hechos: “el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús (…) lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos.”
Nosotros estamos llamados a vivir diariamente la alegría de la Resurrección y superar con ella toda crisis humana causada por el dolor, la injusticia y, en última instancia, la muerte. Porque verdaderamente ha Resucitado el Señor y la alegría y la paz que trae trasciende el tiempo, atraviesa los siglos y llega hasta nosotros igual de fresca y viva que llegó a los Apóstoles. Nosotros también somos testigos de la Resurrección.
Esto nos debe llevar a una actitud de continuo optimismo ante la vida con sus problemas y luchas; el saber que la Resurrección de Cristo es una verdad y un anticipo de nuestra vida eterna, nos tiene que llenar de ganas de vivir y de compartir esta alegría con los demás, nos tiene que llevar a no rendirnos jamás ante las dificultades, injusticias y persecuciones a las que podemos estar sometidos, mayores aún cuanto más vivimos según los mandamientos de Cristo. La fe en la Resurrección nos lleva a una vida transformada por Él que se demuestra en las obras de cada día. Por eso nos recuerda hoy San Juan en su primera carta: “Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en El.”
¿Dónde está, pues, la solución a toda crisis humana, personal, cultural, social o económica? En la vida de resucitados con Cristo. Siendo testigos de su Resurrección, con nuestra propia vida, estaremos siendo un mensaje claro de luz y de paz para el mundo entero. Esto exige coraje. Desgraciadamente es fácil “desinflarse” ante las dificultades que nos sobrevienen diariamente, las ordinarias y las extraordinarias. Debemos alimentar nuestra vida de fe a través de la oración, del diálogo y de la Comida eucarística, que no es otra cosa que vivir en esa misma compañía con Cristo que, leemos hoy, los Apóstoles tuvieron. Esta es la idea que recalcó el Papa en su última audiencia de los miércoles: la oración mantiene viva la fe y la esperanza y da fuerza ante toda dificultad, sufrimiento y persecución.
La Virgen María es la Madre de los Resucitados con Cristo. Una tierna devoción a nuestra Madre nos ayudará definitivamente a vivir la alegría pascual.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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