P. Roberto Visier. La resurrección de Cristo es esencial en la fe cristiana. Si Cristo ha vencido la muerte entonces toda su enseñanza, todo lo que ha hecho y dicho tiene sentido, es un verdadero mensaje divino. Podemos creer que él es el Mesías, el Hijo de Dios con mayúsculas. Entre todos los milagros que nos cuentan los evangelios, éste sería el más impresionante, la prueba definitiva de su divinidad. Pero ¿Cómo podemos estar seguros de su resurrección?
Existen algunos hechos históricos que nos indican que algo extraordinario puede haber ocurrido. Sabemos que la historia no es una ciencia exacta. Los datos históricos no son el resultado exacto de una ecuación, ni dependen de leyes constantes como la física. La certeza histórica se basa en documentos y otros hallazgos arqueológicos. El grado de credibilidad se mide a través de la autenticidad de los documentos y la veracidad de los testigos que cuentan lo ocurrido. En lo que se refiere a Jesús poseemos una gran abundancia de fuentes. Se puede afirmar objetivamente que Jesús existió, sabemos dónde vivió y qué doctrina enseñó, conocemos cómo murió y también lo que muchos dijeron y escribieron sobre su supuesta resurrección.
El sepulcro vacío no nos puede dar la certeza de la resurrección, pero es cierto que amigos y enemigos buscaron el cuerpo y no lo encontraron. Unos dijeron que los discípulos lo habían robado, otros se conmovieron profundamente por la desaparición del cuerpo, pero luego afirmaron taxativamente que lo habían visto vivo, resucitado. Según las narraciones de las apariciones que recogen los evangelios y otros escritos del Nuevo Testamento, apóstoles y discípulos, hombres y mujeres, en una ocasión más de quinientas personas reunidas, pudieron ver y tocar a Jesús resucitado. No era un fantasma, no era un sueño. Los testigos manifiestan su asombro y su incredulidad pero se rinden ante la evidencia. Ellos son los primeros en dudar porque les consta su muerte y porque, como todo el mundo, saben que no hay retorno de la muerte. Solamente una experiencia extraordinaria podía convencerlos de que lo que para los hombres es imposible, había ocurrido por una intervención directa e portentosa de Dios mismo. Es paradigmático el caso del apóstol Tomás que se niega a aceptar el testimonio unánime de los demás apóstoles. Tuvo que ver y tocar las llagas del cuerpo resucitado de Jesús para confesar: “Señor mío y Dios mío”.
Después de estas experiencias estaban tan seguros que sufrieron persecución y muchos perecieron por defender la certeza de la resurrección. Son hechos históricos que no nos dan, como ya hemos señalado, una certeza matemática pero que indican unos acontecimientos misteriosos innegables. Sabemos, en definitiva, que creer en la resurrección es un acto de fe sobrenatural, es un don de Dios. En última instancia siempre podemos pensar que los testigos estaban locos y murieron por un hecho ficticio, que mintieron por cualquier razón, que los evangelios son libros muy antiguos cuyo origen no me consta personalmente.
Nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es movido por el Espíritu Santo. La fe cristiana va incluso más allá de la experiencia de un milagro. No todos los que presencian un milagro se convierten, es necesario abrir el corazón, humillarnos ante el Dios grande. El Señor quiere darnos esa gracia que nos abre a una esperanza eterna, nosotros sólo tenemos que abrirnos a la fe. Una cosa sí es cierta: la fe cristiana no está basada en leyendas o mitologías sino en hechos históricos fácilmente constatables cuyo significado profundo sólo puede ser comprendido con la luz de la fe.
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