P. Mario Ortega. En pocos versículos - los que acabamos de escuchar del capítulo 5 de Mateo - Jesús se encuentra con las más diversas reacciones de las personas. Ante Él, nadie puede permanecer indiferente: el jefe de la sinagoga confía en Jesús, como el último recurso para salvar a su hija enferma; la misma actitud de fe y confianza muestra la anciana que toca su manto con la esperanza de ser curada; sin embargo, los mismos apóstoles, los amigos de Jesús, parece que no le entienden del todo cuando Él pregunta quién le ha tocado entre tanta gente y quieren darle lecciones. Tampoco faltan, finalmente los que se ríen de Él porque dice que la niña muerta en realidad está dormida.
Jesús ¿quién eres tú, que ante ti los hombres respondemos de tan diversas maneras? Después de hacer los milagros, de anunciar el Amor de Dios y el Amor al prójimo habrá quien te rechace y te envíe a la cruz. Habrá también quienes te amen y te sigan.
Jesús ¿quién eres tú, que ante ti los hombres respondemos de tan diversas maneras? Después de hacer los milagros, de anunciar el Amor de Dios y el Amor al prójimo habrá quien te rechace y te envíe a la cruz. Habrá también quienes te amen y te sigan.
Hoy día sucede lo mismo. Nada ha cambiado. Jesús sigue siendo el mismo Jesús que se presenta al hombre de todo tiempo, lugar y condición, y todo hombre a su vez, sigue teniendo ante Él actitudes tan diversas, tan contrarias. Es siempre la misma cuestión: la fe. Creo o no creo en Jesús. No valen medias tintas ni enjuagues. Y es que la respuesta que nos exige la fe condiciona toda nuestra vida; no es una cuestión banal, otra entre muchas.
Estamos a apenas dos meses de iniciar el “Año de la fe”. Yo creo que el Papa acierta completamente, una vez más, al convocarlo. Porque la fe es el punto central. El hombre moderno, tan seguro de sí mismo, tan autosuficiente y orgulloso, bien sabe en el fondo que tiene miedo. Ante las crisis, ante el futuro, ante sí mismo, ante los demás, ante la muerte. Nada le llena completamente y nunca se siente del todo satisfecho. Hasta el hombre o la mujer más declaradamente ateos o contrarios a Dios, siempre miran de reojo a Cristo y a su Iglesia. Estoy hablando obviamente de los países occidentales de larga tradición cristiana, pero que sin embargo, tanto se afanan por borrar a Cristo y a su Iglesia del mapa. No pueden, no podrán, no se puede.
Porque Cristo siempre se presenta al hombre. A lo largo de su vida, revestido de muchas maneras y oculto tras muchas circunstancias o personas. Pero se presenta siempre como amigo, aunque el que quiera conservar su vida alejada de los mandamientos lo vea como enemigo o se empeñe en considerarlo con indiferencia, burla o como una cuestión de un pasado ya superado.
“La puerta de la fe está abierta a todos”, nos recordaba el Papa al convocar el Año de la fe. No es tan difícil acoger a Cristo. Es fácil porque Él se nos presentará siempre como amigo fiel. Es sencillo, porque la complicación no está de su parte, sino de la nuestra. Sólo hace falta que venzamos esa nuestra complicación, que viene tantas veces en forma de prejuicios o temores. Leyendo el Evangelio de hoy, imaginemos cuántos de estos prejuicios o temores tuvieron que superar tanto el jefe de la sinagoga que pedía la curación de su hija como la mujer extranjera que tocó el manto del Maestro. El uno porque le señalarían inmediatamente con el dedo y le acusarían de traicionar las costumbres judías; la otra porque debía superar las barreras de intolerancia y exclusión social dominantes. Abrieron su corazón a la fe y la puerta de la fe quedó abierta para ellos.
Estamos a apenas dos meses de iniciar el “Año de la fe”. Yo creo que el Papa acierta completamente, una vez más, al convocarlo. Porque la fe es el punto central. El hombre moderno, tan seguro de sí mismo, tan autosuficiente y orgulloso, bien sabe en el fondo que tiene miedo. Ante las crisis, ante el futuro, ante sí mismo, ante los demás, ante la muerte. Nada le llena completamente y nunca se siente del todo satisfecho. Hasta el hombre o la mujer más declaradamente ateos o contrarios a Dios, siempre miran de reojo a Cristo y a su Iglesia. Estoy hablando obviamente de los países occidentales de larga tradición cristiana, pero que sin embargo, tanto se afanan por borrar a Cristo y a su Iglesia del mapa. No pueden, no podrán, no se puede.
Porque Cristo siempre se presenta al hombre. A lo largo de su vida, revestido de muchas maneras y oculto tras muchas circunstancias o personas. Pero se presenta siempre como amigo, aunque el que quiera conservar su vida alejada de los mandamientos lo vea como enemigo o se empeñe en considerarlo con indiferencia, burla o como una cuestión de un pasado ya superado.
“La puerta de la fe está abierta a todos”, nos recordaba el Papa al convocar el Año de la fe. No es tan difícil acoger a Cristo. Es fácil porque Él se nos presentará siempre como amigo fiel. Es sencillo, porque la complicación no está de su parte, sino de la nuestra. Sólo hace falta que venzamos esa nuestra complicación, que viene tantas veces en forma de prejuicios o temores. Leyendo el Evangelio de hoy, imaginemos cuántos de estos prejuicios o temores tuvieron que superar tanto el jefe de la sinagoga que pedía la curación de su hija como la mujer extranjera que tocó el manto del Maestro. El uno porque le señalarían inmediatamente con el dedo y le acusarían de traicionar las costumbres judías; la otra porque debía superar las barreras de intolerancia y exclusión social dominantes. Abrieron su corazón a la fe y la puerta de la fe quedó abierta para ellos.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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