OPINIÓN. P. Mario Ortega. La conocida parábola del hombre rico y el pobre Lázaro en el Evangelio de hoy y las dos lecturas previas nos hablan claramente de la vida eterna y de la cuenta que tendremos que dar, para entrar en ella, de todos nuestros actos y actitudes en la vida presente. Podríamos traer a la memoria el título de una famosa serie de televisión, pero añadiendo algo entre paréntesis: Hombre rico (y despiadado, en esta vida), hombre pobre (en la eterna).
Lo pudo decir el Señor más alto pero no más claro: Dios hará justicia. El pobre recibirá larga recompensa por parte del Dios infinitamente justo, ya que en esta vida pasa miseria por culpa de los que acumulan riquezas y se olvidan de los que carecen de lo más mínimo. La parábola que hoy nos muestra esta realidad con tanta claridad, y el Evangelio en su conjunto, empiezan siendo una llamada a la justicia en este mundo, con la advertencia de la condena que espera en la vida eterna a los que obren la injusticia.
El mensaje de Cristo que la Iglesia nos transmite es el de la justicia que se hará con el pobre, no la pretensión de acallar sus justas reivindicaciones en este mundo mediante el consuelo de una vida eterna, tal como lo han querido presentar muchas veces diversas ideologías ateas. Con la parábola de hoy, comprendemos un poco mejor esas otras palabras del Señor: ¡qué difícil es que un rico entre en el Reino de los Cielos! Cuando éste no comparte ni se preocupa por hacer todo lo que en su mano esté en la atención al prójimo necesitado, la condena que pesará sobre él está claramente profetizada en la figura de ese rico a cuya puerta estaba Lázaro muriéndose de hambre. No sabemos ni siquiera el nombre de este hombre rico que banqueteaba esplendidamente ¡pobre hombre! ¿Para qué tanto placer, con lujo y ostentación, si al final le esperaba una eternidad de dolor? Hombre rico (en este mundo), hombre pobre (en la eternidad).
Sin embargo, debemos adentrarnos más en el Evangelio. Hemos de llegar – sin olvidar la justicia que Dios desea en este mundo – al aspecto más trascendente y espiritual. El pobre Lázaro se identifica con el pobre de espíritu que, según la primera bienaventuranza, poseerá el Reino de los Cielos. Hay que leer el Evangelio en su conjunto para descubrir que más allá de la pobreza material, el corazón se puede abrir a Dios, confiando en Él la propia vida y llegando así a la pobreza de espíritu, camino único y cierto para conquistar la vida eterna. Y es que si la pobreza casa con el espíritu, la riqueza que lleva a la perdición brota de la vida carnal.
¡Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado!, clama hoy San Pablo con fuerza y exhortando a todos a la práctica de la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. He aquí el pobre de espíritu. El pobre que es rico ante Dios y de Dios recibe fortaleza para el combate de la fe y la conquista de la vida eterna. Combate de la fe: es un combate, aunque a veces lo olvidemos. Y lo olvidamos cuando olvidamos a Dios y nos deslizamos hacia la búsqueda de la felicidad en lo material y en lo carnal.
La historia de la salvación es también historia de pecado y una y otra se suceden en nuestras vidas constantemente. Leemos hoy de boca de Amós, en la primera lectura: se acabó la orgía de los disolutos. Se refiere a los israelitas que, olvidándose de Dios y habiéndose dado a toda clase de vicios, fueron desterrados y hechos esclavos de pueblos extranjeros; pero, a la luz del Evangelio y en la perspectiva de la vida eterna, fácilmente podemos ver en esta sentencia la constatación de que la vida licenciosa, alejada de la Ley de Dios y de toda norma moral, tiene un límite marcado; el tiempo pasa y habremos de dar cuenta de todos nuestros actos.
Cumplido el tiempo y llegada la eternidad, el rico despiadado de la parábola suplica a Abraham alivio para él y piedad para los hermanos que aún tiene en este mundo. Poniendo en conexión la riqueza de la vida carnal con la pobreza propia de la vida según el espíritu, San Jerónimo nos ofrece una interesante y original interpretación, con la que quiso ver en estos cinco hermanos, a los cinco sentidos que tenemos en este mundo, y argumenta al rico condenado: “Estos cinco hermanos que tienes son: la vista, el olfato, el gusto, el oído y el tacto. Antaño tú serviste a estos hermanos, por considerarlos como tales. Mientras amabas a estos hermanos no podías amar a tu hermano Lázaro. Con razón no amaste a tu hermano Lázaro, ya que amabas a estos otros. Y aquellos hermanos no sienten afecto por la pobreza.”
Lo pudo decir el Señor más alto pero no más claro: Dios hará justicia. El pobre recibirá larga recompensa por parte del Dios infinitamente justo, ya que en esta vida pasa miseria por culpa de los que acumulan riquezas y se olvidan de los que carecen de lo más mínimo. La parábola que hoy nos muestra esta realidad con tanta claridad, y el Evangelio en su conjunto, empiezan siendo una llamada a la justicia en este mundo, con la advertencia de la condena que espera en la vida eterna a los que obren la injusticia.
El mensaje de Cristo que la Iglesia nos transmite es el de la justicia que se hará con el pobre, no la pretensión de acallar sus justas reivindicaciones en este mundo mediante el consuelo de una vida eterna, tal como lo han querido presentar muchas veces diversas ideologías ateas. Con la parábola de hoy, comprendemos un poco mejor esas otras palabras del Señor: ¡qué difícil es que un rico entre en el Reino de los Cielos! Cuando éste no comparte ni se preocupa por hacer todo lo que en su mano esté en la atención al prójimo necesitado, la condena que pesará sobre él está claramente profetizada en la figura de ese rico a cuya puerta estaba Lázaro muriéndose de hambre. No sabemos ni siquiera el nombre de este hombre rico que banqueteaba esplendidamente ¡pobre hombre! ¿Para qué tanto placer, con lujo y ostentación, si al final le esperaba una eternidad de dolor? Hombre rico (en este mundo), hombre pobre (en la eternidad).
Sin embargo, debemos adentrarnos más en el Evangelio. Hemos de llegar – sin olvidar la justicia que Dios desea en este mundo – al aspecto más trascendente y espiritual. El pobre Lázaro se identifica con el pobre de espíritu que, según la primera bienaventuranza, poseerá el Reino de los Cielos. Hay que leer el Evangelio en su conjunto para descubrir que más allá de la pobreza material, el corazón se puede abrir a Dios, confiando en Él la propia vida y llegando así a la pobreza de espíritu, camino único y cierto para conquistar la vida eterna. Y es que si la pobreza casa con el espíritu, la riqueza que lleva a la perdición brota de la vida carnal.
¡Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado!, clama hoy San Pablo con fuerza y exhortando a todos a la práctica de la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. He aquí el pobre de espíritu. El pobre que es rico ante Dios y de Dios recibe fortaleza para el combate de la fe y la conquista de la vida eterna. Combate de la fe: es un combate, aunque a veces lo olvidemos. Y lo olvidamos cuando olvidamos a Dios y nos deslizamos hacia la búsqueda de la felicidad en lo material y en lo carnal.
La historia de la salvación es también historia de pecado y una y otra se suceden en nuestras vidas constantemente. Leemos hoy de boca de Amós, en la primera lectura: se acabó la orgía de los disolutos. Se refiere a los israelitas que, olvidándose de Dios y habiéndose dado a toda clase de vicios, fueron desterrados y hechos esclavos de pueblos extranjeros; pero, a la luz del Evangelio y en la perspectiva de la vida eterna, fácilmente podemos ver en esta sentencia la constatación de que la vida licenciosa, alejada de la Ley de Dios y de toda norma moral, tiene un límite marcado; el tiempo pasa y habremos de dar cuenta de todos nuestros actos.
Cumplido el tiempo y llegada la eternidad, el rico despiadado de la parábola suplica a Abraham alivio para él y piedad para los hermanos que aún tiene en este mundo. Poniendo en conexión la riqueza de la vida carnal con la pobreza propia de la vida según el espíritu, San Jerónimo nos ofrece una interesante y original interpretación, con la que quiso ver en estos cinco hermanos, a los cinco sentidos que tenemos en este mundo, y argumenta al rico condenado: “Estos cinco hermanos que tienes son: la vista, el olfato, el gusto, el oído y el tacto. Antaño tú serviste a estos hermanos, por considerarlos como tales. Mientras amabas a estos hermanos no podías amar a tu hermano Lázaro. Con razón no amaste a tu hermano Lázaro, ya que amabas a estos otros. Y aquellos hermanos no sienten afecto por la pobreza.”
P. Mario Ortega.
Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
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