4 sept 2010

No nos equivoquemos de cálculo


OPINIÓN. P. Mario Ortega. En el Evangelio de hoy, Jesús vuelve a recordar a todo el que quiere seguirle el carácter absoluto e incondicional de ser discípulo suyo. Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. La vocación cristiana exige un darse a Cristo completamente, no darse a medias, o cuando nos convenga. El verdadero amor evangélico no es un “hoy sí, pero mañana ya veremos”, ni un "sí, pero no te pases", ni tampoco un “¡hombre!, depende”. Sin un amor total y sincero (amarás a Dios sobre todas las cosas), no se puede seguir a Cristo. El peso de la cruz, tarde o temprano, acabaría aplastándonos.

No se trata - entendamos bien el Evangelio - de una confrontación de amores (si amo a Dios decrece mi amor a mi familia y viceversa), sino de una ordenación de los mismos, porque la línea del amor es sólo una. Poniendo en primer lugar a Dios en nuestro corazón, amaremos también más intensamente a los nuestros, porque estaremos más llenos de amor - de un amor más puro - y más vacíos de egoísmos o vanidades a los que muchas veces llamamos equivocadamente amor. No se trata de no amar a los nuestros; Jesucristo no dice esto. Lo que quiere es que amemos de verdad, sin engaños, con sinceridad, con la fuerza sobrehumana de un amor que viene de Dios y de amarlo sobre todas las cosas.

El afecto familiar, carnal, no resulta verdadero amor cuando nos impide seguir la llamada de Cristo. Esta actitud es para todo cristiano, no sólo para el sacerdote o el consagrado o consagrada; también para el laico. Amor incondicional y disposición a seguir a Cristo por donde quiera llevarnos (no olvidemos que ser cristiano consiste en seguirle, no en decirle por dónde nosotros preferimos ir). El amor nos hace fuertes; cuanto más total y sincero sea nuestro amor a Dios, más fuertes seremos, para amar a los demás y para llevar las cruces de este mundo.

El problema es que nos fijamos demasiado en la cruz y poco en el amor. Lo que parece preocuparnos más es el cálculo del peso y la longitud de la cruz, en vez de la cantidad y la calidad del amor que me permite llevarla. Y el gran drama de nuestra vida es que, no teniendo el metro y la báscula que nosotros desearíamos para calcular la longitud y el peso de nuestra cruz y no confiando en la Palabra y en la presencia del Señor que nos precede cargando la suya (la nuestra), no avanzamos adecuadamente.

Por eso el Señor nos habla a continuación de cálculos que uno tiene que hacer (el constructor a la hora de edificar y el general a la hora de plantear batalla). Pero no nos equivoquemos de cálculo. No hemos de calcular la longitud y el peso de la cruz, sino el grado de amor a Dios, que será nuestra fuerza para la carga de la cruz y la batalla contra los enemigos de la cruz (muchas veces, nosotros mismos, de ahí lo de renunciar a sí mismo).

El cristiano tiene que batallar y sufrir para, siguiendo a Cristo sufriente, alcanzar, al Cristo triunfante. Esto es así, no sólo porque así nos lo presenta la Palabra de Dios, sino porque así lo vemos en la vida de los santos: Vencer cada día los enemigos que nos apartan de Cristo. En palabras de San Cirilo de Alejandría: “Tenemos una multitud de enemigos distintos: son la mente carnal, la ley que ruge en nuestros miembros, pasiones de todo tipo, la lujuria del placer, la lujuria de la carne, la lujuria por las riquezas, y otros. Es nuestro deber luchar contra todos ellos. Ésta es la pandilla salvaje de enemigos. ¿Cómo triunfaremos? Triunfaremos creyendo que con Dios haremos proezas, como dice la Escritura: Él pisoteará a nuestros adversarios (de su Comentario al Evangelio de Lucas, 105).

Sigamos el “cálculo” de María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.

P. Mario Ortega.


Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
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1 comentario:

  1. Una vez más los detellos de la palabra iluminan y dan una gran claridad.
    !Muchas gracias!

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