P. Mario Ortega. Es por desgracia, demasiado habitual que, en las bodas, no pocos invitados se queden en la puerta del templo donde los novios se están casando (luego, esos invitados no asisten a la boda) y aprovechen para charlar y fumar un cigarrillo al sol de las seis de la tarde. Pero a ninguno de esos invitados se les ocurre después quedarse a la puerta del restaurante donde se va a celebrar una boda a la que no han asistido.
El Evangelio de hoy, sin embargo, nos habla de muchos que no quieren acudir al banquete al que se les invita. Si a esto añadimos que la boda es, además, la del hijo del rey, la perplejidad por el comportamiento de esos invitados es aún mayor. ¿Qué nos quiere decir el Señor con la parábola del banquete de bodas de hoy?
Situémonos desde el principio en una clave cristológica, para entender bien el significado. El Rey es Dios Padre y el Hijo, Jesucristo. Su desposorio es con la Iglesia, siguiendo la preciosa imagen de San Pablo en la carta a los Efesios. Los invitados son - somos - todos los llamados a participar en esta unión nupcial con el mismo Jesucristo, Dios y hombre, Esposo, Pontífice (puente) entre el cielo y la tierra.
Pero he aquí que se rehusa la invitación. La rehusaron tantos y tantos coetáneos y paisanos del Señor, no reconociéndole como Mesías. Y la rehusamos tantos y tantos cuando - como detalla el texto sagrado - preferimos nuestros negocios y ocupaciones al banquete del Señor. Nos pensamos que nuestros negocios son descanso y alegría, mientras que el banquete es trabajo y sufrimiento. Es cierto que seguir al Señor, entrar en su casa y en comunión con Él, conlleva muchas exigencias que se corresponden con el cuidadamente arreglado y limpio traje de fiesta de la parábola. Pero no hemos de olvidar que somos invitados a un banquete, a una fiesta; que la alegría auténtica está en el seguimiento del Señor, en la aceptación de su invitación, mientras que en el rechazo de la misma nos encaminamos hacia un fracaso más o menos cercano y una tristeza segura.
No entramos en la reacción del tercer grupo de invitados de la parábola que no sólo rechazan la invitación, sino que se vuelven violentamente contra los criados que sólo quieren su bien. No entramos - digo - porque nos remite directamente al Evangelio del domingo pasado y porque, por desgracia, es una reacción que estamos viendo demasiado a menudo. Hay personas que no sólo rechazan la invitación - son muy libres para hacerlo - sino que niegan la libertad de otros impidiéndoles seguirla o atacando a quienes, en nombre de Dios anfitrión, trabajan porque llegue a todos la siempre invitación y nunca imposición.
Contemplamos hoy así la vida cristiana: como la aceptación a participar en un banquete de bodas y a esmerarnos bien - como se hace en toda boda, con previsión y elegancia - para llevar una vestidura digna: limpia por la ausencia de pecados y bella por la abundancia de virtudes.
No ha habido santo que no haya vivido así su vida: con alegría e ilusión, sabiendo que han tenido que dejar otros negocios y ocupaciones, si cuesta trabajo y esfuerzo preparar el vestido digno, las ganas y la alegría del banquete prometido, les ha hecho superar todo y llegar hasta el final, hasta "habitar en la casa del Señor por años sin término" (salmo de hoy).
Con María, Madre del Señor y Madre nuestra.
Situémonos desde el principio en una clave cristológica, para entender bien el significado. El Rey es Dios Padre y el Hijo, Jesucristo. Su desposorio es con la Iglesia, siguiendo la preciosa imagen de San Pablo en la carta a los Efesios. Los invitados son - somos - todos los llamados a participar en esta unión nupcial con el mismo Jesucristo, Dios y hombre, Esposo, Pontífice (puente) entre el cielo y la tierra.
Pero he aquí que se rehusa la invitación. La rehusaron tantos y tantos coetáneos y paisanos del Señor, no reconociéndole como Mesías. Y la rehusamos tantos y tantos cuando - como detalla el texto sagrado - preferimos nuestros negocios y ocupaciones al banquete del Señor. Nos pensamos que nuestros negocios son descanso y alegría, mientras que el banquete es trabajo y sufrimiento. Es cierto que seguir al Señor, entrar en su casa y en comunión con Él, conlleva muchas exigencias que se corresponden con el cuidadamente arreglado y limpio traje de fiesta de la parábola. Pero no hemos de olvidar que somos invitados a un banquete, a una fiesta; que la alegría auténtica está en el seguimiento del Señor, en la aceptación de su invitación, mientras que en el rechazo de la misma nos encaminamos hacia un fracaso más o menos cercano y una tristeza segura.
No entramos en la reacción del tercer grupo de invitados de la parábola que no sólo rechazan la invitación, sino que se vuelven violentamente contra los criados que sólo quieren su bien. No entramos - digo - porque nos remite directamente al Evangelio del domingo pasado y porque, por desgracia, es una reacción que estamos viendo demasiado a menudo. Hay personas que no sólo rechazan la invitación - son muy libres para hacerlo - sino que niegan la libertad de otros impidiéndoles seguirla o atacando a quienes, en nombre de Dios anfitrión, trabajan porque llegue a todos la siempre invitación y nunca imposición.
Contemplamos hoy así la vida cristiana: como la aceptación a participar en un banquete de bodas y a esmerarnos bien - como se hace en toda boda, con previsión y elegancia - para llevar una vestidura digna: limpia por la ausencia de pecados y bella por la abundancia de virtudes.
No ha habido santo que no haya vivido así su vida: con alegría e ilusión, sabiendo que han tenido que dejar otros negocios y ocupaciones, si cuesta trabajo y esfuerzo preparar el vestido digno, las ganas y la alegría del banquete prometido, les ha hecho superar todo y llegar hasta el final, hasta "habitar en la casa del Señor por años sin término" (salmo de hoy).
Con María, Madre del Señor y Madre nuestra.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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