P. Mario Ortega. Con auténtico espanto hemos recibido esta semana la noticia de la joven embarazada asesinada de un disparo, por un loco desconocido, en una parroquia de Madrid. Con espanto hemos sabido después más detalles en torno al suceso. Una nota que portaba el homicida con el mensaje "tengo el demonio detrás" y la presunta obsesión que sentía hacia las mujeres embarazadas. Sí, tenía el demonio detrás y esta madre inocente lo tuvo delante. Sentimos espanto y horror ante el poder del mal, sus irracionales acciones y sus más terribles consecuencias, el sufrimiento de los más inocentes.
Se unieron la muerte y la vida en unos instantes: la muerte de la madre y la vida del bebé de sus entrañas, que se pudo salvar. El pecado causó la muerte, el pecado va siempre contra la vida que Dios ha creado y ha conservado con amor. El poder de Dios obró el milagro de la vida en el seno de esta mujer y el poder del hombre con su pecado ha arruinado la obra de Dios. La parábola de hoy es una descripción precisa de esta cruda realidad.
De Dios, dueño de la viña, viene la vida y el sagrado deber de cuidarla y protegerla. El Señor ha puesto la vida en nuestras manos, como puso su viña en manos de aquellos labradores. ¿Qué hacemos con la vida?, ¿cómo tratamos este mundo que Dios nos ha encomendado?, ¿cómo tratamos a los emisarios del bien y la verdad que nos recuerdan que la viña no es nuestra? Los matamos, los eliminamos... Así sucedió en el Antiguo Testamento con los profetas, así ha sucedido y sucede con tantos mártires a lo largo de nuestra era. El que viene en nombre de Dios, testimoniando la verdad y el bien, es quitado de en medio por los hombres - cada uno de nosotros - que nos queremos apropiar de la viña de Dios, es decir, que queremos ser Dios.
Y Dios envía a su Hijo como último recurso. Jesucristo es la Verdad misma que viene a iluminar al mundo. Y ¿cuál es el plan de los impíos? ¿respetar al heredero? Todo lo contrario. Si así trataron a los criados, de la misma forma, y con más saña, tratarán a Jesucristo. "Lo matamos y nos quedamos con la herencia". Lo que interesa es la herencia. Los hombres no importan porque no importa Dios. Queremos ser dioses y nos sobran Dios y los hombres, obra de Dios. Por eso, el pecado es siempre homicida y deicida a un tiempo. Son demasiados los ejemplos de muerte y sufrimiento que vivimos en el mundo diariamente. Ahí están los horribles crímenes en México, las muertes de hambre en el cuerno de África, los miles de abortos realizados cada día... "¡Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado!", proclamaba el célebre personaje de la obra de Nietzsche. Y las consecuencias, ahí - o mejor dicho, aquí - las tenemos.
Sin embargo, del mismo modo que en aquella parroquia madrileña el bebé fue rescatado del vientre de su madre muerta, así la vida terminará venciendo sobre el odio y el mal. Porque por mucho que se empeñe el hombre en ser Dios, por mucho que el poder satánico impulse al hombre a odiar a Dios y a odiar la vida que Él ha creado, Dios sigue siendo el dueño de la viña y tendrá la última palabra. Palabra de misericordia y perdón, ante todo, pero también, como nos enseña este mismo Evangelio, palabra de justicia - de premio y de castigo eternos - conforme haya sido nuestro trabajo en su viña.
De la muerte del Hijo en la cruz vino la Resurrección y la Vida y aunque todavía peregrinos por este mundo, nosotros sufrimos todavía el azote del mal y de la muerte, confiamos con María y en la comunión de la Iglesia, en que esta Vida nos llegue y triunfe por toda la eternidad.
De Dios, dueño de la viña, viene la vida y el sagrado deber de cuidarla y protegerla. El Señor ha puesto la vida en nuestras manos, como puso su viña en manos de aquellos labradores. ¿Qué hacemos con la vida?, ¿cómo tratamos este mundo que Dios nos ha encomendado?, ¿cómo tratamos a los emisarios del bien y la verdad que nos recuerdan que la viña no es nuestra? Los matamos, los eliminamos... Así sucedió en el Antiguo Testamento con los profetas, así ha sucedido y sucede con tantos mártires a lo largo de nuestra era. El que viene en nombre de Dios, testimoniando la verdad y el bien, es quitado de en medio por los hombres - cada uno de nosotros - que nos queremos apropiar de la viña de Dios, es decir, que queremos ser Dios.
Y Dios envía a su Hijo como último recurso. Jesucristo es la Verdad misma que viene a iluminar al mundo. Y ¿cuál es el plan de los impíos? ¿respetar al heredero? Todo lo contrario. Si así trataron a los criados, de la misma forma, y con más saña, tratarán a Jesucristo. "Lo matamos y nos quedamos con la herencia". Lo que interesa es la herencia. Los hombres no importan porque no importa Dios. Queremos ser dioses y nos sobran Dios y los hombres, obra de Dios. Por eso, el pecado es siempre homicida y deicida a un tiempo. Son demasiados los ejemplos de muerte y sufrimiento que vivimos en el mundo diariamente. Ahí están los horribles crímenes en México, las muertes de hambre en el cuerno de África, los miles de abortos realizados cada día... "¡Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado!", proclamaba el célebre personaje de la obra de Nietzsche. Y las consecuencias, ahí - o mejor dicho, aquí - las tenemos.
Sin embargo, del mismo modo que en aquella parroquia madrileña el bebé fue rescatado del vientre de su madre muerta, así la vida terminará venciendo sobre el odio y el mal. Porque por mucho que se empeñe el hombre en ser Dios, por mucho que el poder satánico impulse al hombre a odiar a Dios y a odiar la vida que Él ha creado, Dios sigue siendo el dueño de la viña y tendrá la última palabra. Palabra de misericordia y perdón, ante todo, pero también, como nos enseña este mismo Evangelio, palabra de justicia - de premio y de castigo eternos - conforme haya sido nuestro trabajo en su viña.
De la muerte del Hijo en la cruz vino la Resurrección y la Vida y aunque todavía peregrinos por este mundo, nosotros sufrimos todavía el azote del mal y de la muerte, confiamos con María y en la comunión de la Iglesia, en que esta Vida nos llegue y triunfe por toda la eternidad.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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