EL CANONISTA
P. Juan Manuel Cabezas. En la segunda mitad del siglo XX, por primera vez en la historia de la Iglesia Católica, al menos en las proporciones adquiridas por el fenómeno actual, se ha puesto en tela de juicio la necesidad y hasta la legitimidad del Derecho Canónico. Este fenómeno, que surgió, como otras veces, en el campo protestante (Rudolf Söhm, 1841-1917), se extendió por la mayor parte de la Iglesia Católica como un incendio en día caluroso y seco de verano. Lo más grave de todo es que se presentaba como el fruto de una pretendida eclesiología del Concilio Vaticano II, que presuntamente volvería al Evangelio, de lo que se deducía que la Iglesia Católica a lo largo de toda la historia se había separado de la verdad de Jesucristo.Como fácilmente se puede apreciar no se trataba sólo de un ataque al Derecho Canónico en cuanto tal, sino a la Iglesia Católica en su ser más profundo. Inexplicablemente, estas teorías absurdas fueron asumidas acríticamente por tantos que presumían de cristianos adultos y formados. Gracias a Dios en nuestros días la tendencia general ha cambiado y esas teorías disparatadas son objeto de desprecio, de olvido e incluso de rechazo por gran cantidad de fieles, si bien es cierto que en no pocos todavía quedan ciertos prejuicios contra el Derecho Canónico, especialmente por los que quieren quedar bien con el mundo, aunque sea a costa de Cristo, y no se han enterado de los cambios producidos a nivel social y eclesial.
No estará de más que recordemos las razones en que se basa la absoluta necesidad del Derecho Canónico y su importancia en la Iglesia. En primer lugar el Derecho Canónico no es sino una consecuencia necesaria de la Encarnación de Jesucristo. Jesucristo es Dios verdadero, pero también Hombre verdadero, es Divino y humano. A su semejanza, la Iglesia es sociedad divina y sociedad humana. Y si humana, necesita una organización en este mundo. Eso es el derecho: armonizar los derechos y las obligaciones de todos, para que reine la justicia y el bien en las relaciones mutuas y no la ley del más fuerte, o el más listo o el más poderoso, que es lo que ocurre cuando no se respeta el derecho. Es cierto que la caridad es superior a la justicia y tiene que informarla, pero también es cierto que sin justicia no puede existir la caridad..
Pero además, no es sólo que el Derecho Canónico sea una mera consecuencia necesaria de la naturaleza divina-humana de la Iglesia, sino que existe por voluntad explícita divina. El Antiguo Testamento tiene una gran tradición jurídica, la cual recogida en la Ley y en los Profetas, nunca fue abolida por Nuestro Señor Jesucristo, el cual dijo expresamente que no vino a suprimir la ley sino a completarla (cf. Mt 5, 17). El mismo San Pablo insistió varias veces en la fuerza vinculante de la Ley de Dios (cf. Rom 13, 8-10; Gal 5, 13-25; 6, 2) y afirma con contundencia la importancia del orden disciplinario en la Iglesia (cf. 1 Cor 5 y 6). Parece mentira que se dude de estas verdades precisamente cuando el Concilio Vaticano II ha destacado más que nunca la estructura sacramental de la Iglesia: “(La Iglesia) unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida con ellos... ha sido constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo y está dotada de los medios adecuados propios de una unión visible y social. De esta forma, la Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad...” (Gaudium et Spes, 40).
Como dijo de manera sublime el Papa Juan Pablo II en la Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges, con la cual promulgó el CIC en 1983, el Derecho Canónico no suplanta la fe, sino que “tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite el tiempo su ordenado crecimiento en la vid, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”.
En suma, el Derecho Canónico no es sino la recopilación de todas las disposiciones que Dios ha establecido para el buen funcionamiento de la Iglesia y, por ende, de la sociedad humana, a las que la Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, añade las normas concretas que en cada momento, adaptadas a las circunstancias variables del tiempo y de los lugares, son necesarias para llevar a la práctica el designio de Dios sobre nuestra vida.
P. Juan Manuel Cabezas.
Doctor en Derecho Canónico.
Doctor en Derecho Canónico.
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