P. Mario Ortega. No dejan de sorprendernos las tarjetas de identidad o bancarias que, gracias a la tecnología, contienen en un pequeñísimo espacio toda la información sobre quiénes somos. Se podría decir que en un instante – el que tarda dicha tarjeta en pasar por el lector – toda nuestra identidad queda registrada completamente. Todo lo que somos, por así decir, en un instante.
En la cima del Tabor, donde nos sitúa el Evangelio hoy, Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de una escena realmente inaudita, uno de los misterios más sorprendentes que nos relatan los Evangelios: Jesús se transfiguró delante de ellos. En un instante, contemplaron toda la realidad: la Realidad con mayúsculas, o sea Dios, las tres Divinas Personas; y también toda la hondura de nuestra vida temporal, humana y cristiana, que participa de esta vida divina.
En un instante, aparecieron juntos: el Hijo transfigurado mostrando su ser Dios, la voz del Padre Eterno y la nube envolvente que simboliza claramente al Espíritu Santo. Aparece también, en un instante, la representación de todo el tiempo: el anterior a Cristo (Antiguo Testamento), Moisés (la Ley) y por Elías (los profetas) y el Nuevo Testamento, ya que allí está Cristo y su Iglesia, representada por los tres apóstoles.
El misterio de la Transfiguración del Señor no es solo una revelación de su naturaleza divina, precisamente en los días previos a la Pasión, en los que dicha divinidad se hará menos visible, sino que constituye la genuina experiencia de vida cristiana. Los apóstoles, en un instante, ven unidos Cielo y Tierra, y viendo al Señor transfigurado, también su vida se transforma. Se llenan de gozo y no quieren que ese instante pase (“¡Qué bien se está aquí, hagamos tres chozas!”).
Sin embargo, el plan de Dios sobre ellos y sobre nosotros, no es el de quedarse definitivamente allí. Hay que bajar a Jerusalén; hay que continuar el camino, pues esta vida es un camino. La subida al monte y la experiencia fuerte de Dios, duran sólo un instante. Pero el mismo Señor bajará con ellos y permanecerá con ellos; según su promesa, “hasta el fin de los tiempos”.
La vida cristiana es, pues, una existencia transfigurada en la que no hay lugar para el desánimo ni la desesperación. Dios está con nosotros “¿quién estará contra nosotros?” declara hoy San Pablo a los Romanos. Esta existencia transfigurada llegará a mostrarse en toda su infinita potencia al final de esta vida. Pero hasta entonces, hay mucho trabajo que hacer. Cristo nos acompaña en el descenso del monte y en la misión diaria de ser testigos suyos, para transfigurar el mundo. Dios no nos abandonará en esta misión, como no abandonó a Abraham en el momento de la prueba más dura.
Cristo se transfigura, a nosotros nos transfigura y, finalmente, nosotros nos esforzamos transformar el mundo, transfigurarlo según el modelo de Cristo y de su Evangelio.
En un instante, aparecieron juntos: el Hijo transfigurado mostrando su ser Dios, la voz del Padre Eterno y la nube envolvente que simboliza claramente al Espíritu Santo. Aparece también, en un instante, la representación de todo el tiempo: el anterior a Cristo (Antiguo Testamento), Moisés (la Ley) y por Elías (los profetas) y el Nuevo Testamento, ya que allí está Cristo y su Iglesia, representada por los tres apóstoles.
El misterio de la Transfiguración del Señor no es solo una revelación de su naturaleza divina, precisamente en los días previos a la Pasión, en los que dicha divinidad se hará menos visible, sino que constituye la genuina experiencia de vida cristiana. Los apóstoles, en un instante, ven unidos Cielo y Tierra, y viendo al Señor transfigurado, también su vida se transforma. Se llenan de gozo y no quieren que ese instante pase (“¡Qué bien se está aquí, hagamos tres chozas!”).
Sin embargo, el plan de Dios sobre ellos y sobre nosotros, no es el de quedarse definitivamente allí. Hay que bajar a Jerusalén; hay que continuar el camino, pues esta vida es un camino. La subida al monte y la experiencia fuerte de Dios, duran sólo un instante. Pero el mismo Señor bajará con ellos y permanecerá con ellos; según su promesa, “hasta el fin de los tiempos”.
La vida cristiana es, pues, una existencia transfigurada en la que no hay lugar para el desánimo ni la desesperación. Dios está con nosotros “¿quién estará contra nosotros?” declara hoy San Pablo a los Romanos. Esta existencia transfigurada llegará a mostrarse en toda su infinita potencia al final de esta vida. Pero hasta entonces, hay mucho trabajo que hacer. Cristo nos acompaña en el descenso del monte y en la misión diaria de ser testigos suyos, para transfigurar el mundo. Dios no nos abandonará en esta misión, como no abandonó a Abraham en el momento de la prueba más dura.
Cristo se transfigura, a nosotros nos transfigura y, finalmente, nosotros nos esforzamos transformar el mundo, transfigurarlo según el modelo de Cristo y de su Evangelio.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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