P. Mario Ortega. No es fácil explicar el episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo de Jerusalén. Demasiadas veces se queda uno pensando en el aspecto de denuncia del egoísmo y la ambición que muestra Jesús con este gesto. Benedicto XVI, en su libro “Jesús de Nazaret” intenta mostrarnos un significado más profundo: La purificación del templo significa “quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar, por tanto, el espacio para la adoración de todos.”
“Despejar el espacio para la adoración”. Qué bella expresión para recordarnos que tantas veces no adoramos a Dios, no le dedicamos nuestro tiempo y devoción porque el espacio no está despejado. Porque en el templo de nuestro corazón hay demasiado mercado, demasiado interés por lo que se compra o vende y gran olvido de la vida interior que Dios nos ofrece gratis.
Contemplando la escena de hoy y siendo conscientes de que cada uno de nosotros, por el bautismo, es templo vivo de Dios, descubrimos cómo Jesús expulsa de nuestro corazón todo aquello que no nos deja espacio para la adoración. Si no nos escandalizamos, como los fariseos, de esta acción de Dios, violenta contra el pecado, contra el egoísmo que nos aparta de Él, podremos comprender el misterio pascual: muerte y resurrección de Cristo.
Porque Jesús habla de su muerte y resurrección hoy. Lo hace de manera misteriosa, revelándonos que Él es el Templo Santo que será destruido (muerte de cruz) y reconstruido en tres días (resurrección). Los discípulos – dice San Juan – se acordaron de estas palabras cuando resucitó Jesús, y creyeron en Él.
Jesús expulsó a los mercaderes del Templo y éste comenzó a llenarse de ciegos y tullidos que buscaban la salud en Jesús. Se trata de una verdadera purificación, de una reconstrucción. Jesús no viene nunca como destructor, aunque a veces sintamos su flagelo en nuestro interior, tirando por tierra nuestros vicios y pecados. Dejémosle hacer, que después vendrá el gozo de sentirse verdaderamente libres y sanados.
Contemplando la escena de hoy y siendo conscientes de que cada uno de nosotros, por el bautismo, es templo vivo de Dios, descubrimos cómo Jesús expulsa de nuestro corazón todo aquello que no nos deja espacio para la adoración. Si no nos escandalizamos, como los fariseos, de esta acción de Dios, violenta contra el pecado, contra el egoísmo que nos aparta de Él, podremos comprender el misterio pascual: muerte y resurrección de Cristo.
Porque Jesús habla de su muerte y resurrección hoy. Lo hace de manera misteriosa, revelándonos que Él es el Templo Santo que será destruido (muerte de cruz) y reconstruido en tres días (resurrección). Los discípulos – dice San Juan – se acordaron de estas palabras cuando resucitó Jesús, y creyeron en Él.
Jesús expulsó a los mercaderes del Templo y éste comenzó a llenarse de ciegos y tullidos que buscaban la salud en Jesús. Se trata de una verdadera purificación, de una reconstrucción. Jesús no viene nunca como destructor, aunque a veces sintamos su flagelo en nuestro interior, tirando por tierra nuestros vicios y pecados. Dejémosle hacer, que después vendrá el gozo de sentirse verdaderamente libres y sanados.
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia
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