P. Rafael Pérez. Estamos próximos a celebrar los grandes misterios de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Es el gran milagro del amor redentor de Dios que nos rescata de la muerte. Queremos corresponder a su amor. Pero también sabemos que estamos necesitados de conversión y purificación, por eso, tenemos que ser llevados por Dios al desierto. Allí nos espera Él en la soledad para hablarnos al corazón.
1. Desierto, lugar de peregrinación.
El desierto es lugar de continua peregrinación, un continuo éxodo. La vida del Pueblo de Israel, de la Iglesia y de cada uno de nosotros, también lo es. Dios nos llama, como llamó a Abraham, y al pueblo de Israel esclavo, para que salgamos del Egipto de nuestros pecados. Debemos caminar con la mirada firme en nuestra meta, sin volver la vista atrás.
Nuestro Egipto está hecho de soberbia, egoísmo, vanidad, pereza, envidias, recelos, pequeños rencores… Dios quiere llevarnos a su encuentro a través del largo desierto de esta vida. Caminamos bajo el signo de la esperanza, porque sabemos bien de quién nos hemos fiado y que allá en la cumbre, nos espera la Pascua del Señor.
Pero al salir, también nos quiere atenazar el temor como al Pueblo de Israel. Desconocemos el camino porque es Dios el que nos tiene que conducir, y nos sentimos inseguros. No sabemos cuánto nos va a costar recorrerlo: hay profundas fibras en nuestro corazón que sólo pueden ser desarraigadas con una dolorosa operación de la Gracia.
Nos da miedo entrar en nuestro interior con la luz de Dios y descubrir nuestras miserias y la necesidad de ser liberados de ellas. Por eso, antes de dar el primer paso, vamos a comenzar por enfrentarnos con los deseos y temores que puedan trabar nuestros pies para caminar por el desierto:
2. Desierto, lugar de tentación y penitencia.
El desierto es también lugar de tentación. En la vida cristiana, es inevitable atravesar momentos de tentación. Es una prueba para nuestra libertad. La tentación incluye un estado de turbación interior. Dos voces contrapuestas se dan cita en la conciencia. Se percibe con fuerza el brillo seductor del mal, (¿acaso no estábamos mejor en Egipto comiendo puerros y cebollas y ollas de carne?) y a la vez el esfuerzo y las renuncias del camino que sabemos verdadero. ¿Qué partido tomar?...
En el fondo de nuestro corazón conocemos la respuesta. Debemos ponernos del lado de Dios y enfrentarnos al Maligno. Así nos lo recordó hace años el Santo Padre al comienzo de la Cuaresma: “Siguiendo a su Maestro y Señor, también los cristianos entran espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto a Él el combate contra el espíritu del mal” (Benedicto XVI, Ciudad del Vaticano, domingo 5 marzo de 2006, 1º de cuaresma, durante la oración del Angelus).
Continuará...
P. Rafael Pérez.
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