P. Mario Ortega. Recién comenzado el Año de la fe, podemos preguntarnos por qué es siempre Dios un tema de actualidad en la historia del hombre y en la historia de cada hombre.
Seguimos con temas fundamentales de formación católica, que estamos en en Año de la fe.
Dios quiere que todos los hombres conozcan la Verdad y la verdad les salve (“la Verdad os hará libres”). Todos los hombres, de todos los tiempos futuros y de todos los lugares de la Tierra. Luego, la enseñanza de Jesucristo no podía quedar reducida a los hombres y mujeres que vivieron en Palestina hace dos mil años. Aquella voz de Jesucristo, esa Palabra de Verdad, que recogía y llevaba a plenitud todas las verdades reveladas por Dios durante todo el Antiguo Testamento, resonó en aquella Tierra Santa y la oyeron sólo los oídos de unos cuantos, poquísimos, insignificantes, comparados con toda la humanidad, pero ese mensaje iba dirigido a toda la humanidad. “Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones.” (Dei Verbum 7). Dios quiere que la Revelación llegue hasta el último rincón de la tierra, porque Jesucristo es la Palabra definitiva del Padre, la única Palabra por la cual podemos llegar los hombres a la salvación y al conocimiento pleno de la Verdad. De ahí que el mismo Cristo mande a sus apóstoles a predicar el Evangelio por todo el mundo (mandato misionero).
Pero ¿cómo se llevará a cabo este anuncio? Cristo no mandó escribir nada a los apóstoles. Quiso que su mensaje fuera acogido vitalmente por ellos, encarnado en sus vidas y que a través de la palabra de ellos, llegara a otros hombres, a todos los hombres. Los apóstoles tienen, pues, la inmensa tarea de transmitir la Revelación de Dios en Cristo. Son testigos de Cristo: oyeron sus palabras, sus parábolas, aprendieron las distintas enseñanzas que Cristo les iba dando, aprendieron muchas veces por las correcciones mismas que Cristo les hacía, vivieron en primera persona el mandamiento del Amor cuando contemplaron al Maestro que se entregaba por los hombres padeciendo y muriendo en una Cruz. Fueron testigos, finalmente, del acontecimiento más luminoso que jamás la historia vería: la Resurrección de Cristo, es decir, la derrota de la muerte y la salvación del pecado que es su causa. En el corazón de los apóstoles ha depositado Jesucristo los tesoros de su vida y de su mensaje. Ellos tienen en sus manos la salvación de Dios. Y la han recibido para trasmitirla, para propagarla por el mundo entero. Por eso nuestra fe es apostólica.
La Tradición Apostólica es, por tanto, la trasmisión, a lo largo de los siglos, de la Revelación plena de Dios en Cristo. Y esta trasmisión la han realizado los apóstoles y sus sucesores, los obispos.
Pero comprendamos un poco más lo que es la Tradición apostólica. Los apóstoles reciben la Revelación definitiva en Cristo (lo que Cristo hizo, lo que Cristo enseñó) y reciben también la luz y la fuerza del Espíritu Santo para transmitir el depósito de la fe. La enseñanza de los apóstoles es la enseñanza de Cristo, ellos deben ser fieles al mensaje recibido, y los que reciben el mensaje de los apóstoles, a su vez deben ser también fieles para transmitirlo íntegro, tal y como lo han recibido. Por eso es necesaria la acción del Espíritu Santo para que esta transmisión sea fiel y eficaz. Los apóstoles eran conscientes de esta responsabilidad. Reconoce San Pablo en I Cor 11: “Yo he recibido una tradición de procede del Señor que a su vez os he transmitido”. Esto es admirable, porque Dios podía haberse Revelado directamente al corazón de cada hombre, así como por ciencia infusa. Pero no, ha querido revelarse a los hombres con la colaboración necesaria de los mismos hombres.
La Tradición es, por tanto, algo vital. Y así se manifiesta en todas las realidades de la vida de los apóstoles: En su predicación, en su el testimonio de caridad, las instituciones que van surgiendo, el culto cristiano en cuyas oraciones y prácticas litúrgicas se va plasmando lo que se vive, y finalmente, por supuesto, la Tradición son los escritos inspirados. Benedicto XVI en el libro “Mi vida” dice: “La Tradición es ese proceso vital con el que el Espíritu Santo nos introduce en la verdad toda entera y nos enseña a comprender aquello que al principio no alcanzamos a percibir (cf. Jn 16, 12 ss.), entonces el “recordar” posterior (cf. Jn 16, 4) puede descubrir aquello que al principio no era visible y, sin embargo, ya estaba dado en la palabra original”.
La Sagrada Tradición es un tesoro que la Iglesia debe custodiar, proteger de todo error y transmitir, porque es el conjunto de verdades que nos salvan y de normas de conducta según el Evangelio que nos alcanzan la vida eterna. La Sagrada Tradición (y la Escritura) “son como un espejo” (Dei Verbum 7) en la que la Iglesia peregrina contempla a Dios y los caminos por Él revelados a los hombres, hasta que un día pueda encontrarlo cara a cara en el Cielo.
Ojo, distingamos entre Tradición con mayúscula y tradiciones con minúscula. Una cosa es la gran Tradición apostólica, que es el conjunto de las verdades de fe y otra las tradiciones eclesiales (con minúscula) son las distintas formas adoptadas a lo largo de la historia en la teología (tradiciones o escuelas teológicas), en la liturgia (tradiciones litúrgicas) o en la práctica religiosa (tradiciones devocionales o espiritualidades diversas). Surgen de la Tradición apostólica (con mayúscula), es decir, del depósito de la fe confiado a la Iglesia y que la Iglesia transmite, pero son cosas diversas que conviene tener claras, para no hacernos lío y para no hacer lío, porque hay que ver los líos que se arman cuando se defienden las tradiciones con minúscula como si fueran la misma y única Tradición con mayúscula, la Tradición apostólica, el depósito de la fe.
Continuará...
P. Mario Ortega
Publicado en La Gaceta de la Iglesia.
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